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Etiqueta: Álvaro García Linera

«Para derrotar a la ultraderecha, las izquierdas deben ser radicales»

Álvaro García Linera, Buenos Aires, 2020. (Ariel Feldman).

UNA ENTREVISTA CON

Álvaro García Linera afirma que para derrotar a las nuevas derechas los progresismos y las izquierdas deben comenzar por resolver los problemas económicos de las mayorías, entendiendo realmente el nuevo mapa de la informalidad en América Latina.

Fuente: https://jacobinlat.com/

A raíz de su viaje a Colombia para inaugurar el ciclo de pensamiento «Imaginar el futuro desde el Sur», organizado desde el Ministerio de Cultura de Colombia por la filósofa Luciana Cadahia, el exvicepresidente boliviano Álvaro García Linera habló con Jacobin sobre el escenario político y social que transita América Latina en este «tiempo liminar» o interregno que deberemos transitar durante los próximos 10 o 15 años, hasta la consolidación de un nuevo orden mundial. Está claro que esa inestable oscuridad es el momento para la entrada en escena de las ultraderechas más monstruosas que, en cierta medida, son consecuencia de los límites del progresismo. En la nueva etapa, Linera plantea que el progresismo debe apostar por una mayor audacia para, por un lado, responder con responsabilidad histórica a las demandas profundas que se encuentran en la base de la adhesión popular y, por otro, neutralizar los cantos de sirena de las nuevas derechas. Esto implica avanzar en reformas profundas sobre la propiedad, los impuestos, la justicia social, la distribución de la riqueza y la recuperación de los recursos comunes en favor de la sociedad. Sólo así, empezando por resolver las demandas económicas más básicas de la sociedad y avanzando en una democratización real, plantea Linera, se podrá volver a confinar a las ultraderechas a sus nichos.

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En la región, el siglo XXI comenzó con una oleada de gobiernos progresistas que reorientó el rumbo de América Latina, pero esta dinámica comenzó a estancarse después del triunfo de Mauricio Macri en Argentina en 2015, lo que dio lugar a que muchos vaticinaran el fin del progresismo regional. Así, comenzó una oleada de gobiernos conservadores, pero, en contratendencia, en países como Brasil, Honduras o Bolivia el progresismo retornó. Y en otros, como México y Colombia, logró llegar al poder por primera vez. ¿Cómo lee esta tensión actual entre los gobiernos populares o progresistas y otros conservadores u oligárquicos?

AGL

Lo que caracteriza al tiempo histórico que va desde 10 años o 15 años atrás hasta los siguientes 10 o 15 años es el declive lento, angustiante y contradictorio de un modelo de organización de la economía y de la legitimación del capitalismo contemporáneo, así como la ausencia de un nuevo modelo sólido y estable que retome el crecimiento económico, la estabilidad económica y la legitimación política. Es un largo período, estamos hablando de 20 o 30 años, en cuyo interior, entonces habita esto que hemos llamado «tiempo liminal» —lo que Gramsci llamaba «interregno»—, donde se suceden oleadas y contraoleadas de múltiples intentos por dirimir ese impasse.

América Latina —y ahora el mundo, porque América Latina se adelantó a lo que luego sucedió en todos lados—, vivió una oleada progresista intensa y profunda, pero que no logró consolidarse, seguida por una contraoleada regresiva conservadora y luego por una nueva oleada progresista. Posiblemente, todavía veamos durante los siguientes 5 o10 años estas oleadas y contraoleadas de victorias cortas y de derrotas cortas, de hegemonías cortas, hasta que el mundo redefina el nuevo modelo de acumulación y de legitimación que le devolverá al mundo y a América Latina un ciclo de estabilidad por los siguientes 30 años. En tanto no suceda eso, estaremos asistiendo a esta esta vorágine propia del tiempo liminal. Y, como decía, uno asiste a oleadas progresistas, a su agotamiento, a contrarreformas conservadoras que también fracasan, a una nueva oleada progresista… Y cada contrarreforma y cada oleada progresista es distinta a la otra. Milei es distinto a Macri, aunque recoge a parte de él. Alberto Fernández, Gustavo Petro y Andrés Manuel López Obrador son distintos a los referentes de la primera oleada, aunque recogen parte de su herencia. Y creo que seguiremos asistiendo a una tercera oleada y a una tercera contraoleada hasta que en algún momento el orden del mundo se defina, porque esta inestabilidad y esta angustia no pueden ser perpetuas. En el fondo, como sucedió en los años 30 y 80 del siglo XX, lo que vemos es el declive cíclico de un régimen de acumulación económico (liberal entre 1870 y 1920, de capitalismo de Estado entre 1940 y 1980, neoliberal entre 1980 y 2010), el caos que genera ese ocaso histórico, y la pugna por instaurar un nuevo y duradero modelo de acumulación-dominación que retome el crecimiento económico y la adherencia social.

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Podemos observar que la derecha vuelve a implementar prácticas que creíamos superadas, incluyendo golpes de Estado, persecución política e intentos de asesinato… Incluso usted mismo sufrió un golpe de Estado. ¿Cómo cree que seguirán evolucionando estas prácticas? ¿Y cómo las podemos resistir desde los proyectos populares?

AGL

Algo propio del tiempo liminal, del interregno, es la divergencia de las elites políticas. Cuando las cosas van bien —como hasta los años 2000—, las élites convergen en torno a un único modelo de acumulación y de legitimación y todos se vuelven centristas. Las izquierdas mismas se atemperan y se neoliberalizan, aunque siempre va a haber una izquierda radical pero marginal, sin audiencia. Las derechas también se pelean entre ellas, pero meramente por recambios y retoques circunstanciales. Cuando todo eso entra en su declive histórico inevitable, comienzan las divergencias y las derechas se escinden en extremas derechas. La extrema derecha comienza a comerse a la derecha moderada. Y las izquierdas más radicalizadas emergen de su marginalidad e insignificancia política, comienzan a adquirir resonancia y audiencia, crecen. En el interregno, la divergencia de proyectos políticos es la norma, porque hay búsquedas, disidentes unas de otras, por resolver la crisis del viejo orden, en medio de una sociedad descontenta, que ya no confía, que ya no cree en los antiguos «dioses», en las antiguas recetas, en las antiguas propuestas que garantizaron la tolerancia moral hacia los gobernantes. Y, entonces, los extremos comienzan a potenciarse.

Eso vamos a ver con las derechas. La centroderecha, que gobernó el continente y el mundo durante 30 ó 40 años, ya no tiene respuestas a los evidentes fallos económicos del globalismo liberal y, ante las dudas y las angustias de las personas, surge una extrema derecha que sigue defendiendo al capital pero que cree que los buenos modales de la antigua época ya no son suficientes y que ahora hay que imponer las reglas del mercado por la fuerza. Esto implica domesticar a la gente, si es necesario a palos, para regresar a un libre mercado puro y prístino, sin concesiones ni ambigüedades, porque –según ellos- eso fue la causa del fracaso. Entonces, esta extrema derecha tiende a consolidarse y a ganar más adeptos hablando de «autoridad», «shock de libre mercado» y «reducción del Estado». Y si hay levantamientos sociales corresponde utilizar la fuerza y la coerción, y si es necesario el golpe de Estado o la masacre, para disciplinar a los díscolos que se oponen a este regreso moral a las «buenas costumbres» de la libre empresa y de la vida civilizada: con las mujeres cocinando, los hombres mandando, los patrones decidiendo y los obreros trabajando en silencio. Un síntoma más del ocaso liberal se evidencia cuando ya no pueden convencer ni seducir y necesitan imponer; lo que implica que están ya en su tiempo crepuscular. Pero no por ello dejan de ser peligrosos, por la radicalidad autoritaria de sus imposiciones.

Frente a eso, el progresismo y las izquierdas no pueden tener un comportamiento condescendiente, intentando contentar a todas las facciones y sectores sociales. Las izquierdas salen de su marginalidad en el tiempo liminal porque se presentan como alternativa popular al desastre económico que ha ocasionado el neoliberalismo empresarial; y su función no puede ser la de implementar un neoliberalismo con «rostro humano», «verde» o «progresista». La gente no sale a las calles y vota electoralmente a la izquierda para decorar el neoliberalismo. Se moviliza y cambia radicalmente sus anteriores adherencias políticas porque está harta de ese neoliberalismo, porque desea deshacerse de él pues solo ha enriquecido a pocas familias y a unas pocas empresas. Y si la izquierda no cumple eso, y convive con un régimen que empobrece al pueblo, es inevitable que la gente gire drásticamente sus preferencias políticas hacia salidas de extrema derecha que ofrecen una salida (ilusoria) al gran malestar colectivo.

Las izquierdas, si quieren consolidarse, deben responder a las demandas por las que surgieron y, si quieren en verdad derrotar a las extremas derechas tienen que resolver de manera estructural la pobreza de la sociedad, la desigualdad, la precariedad de los servicios, la educación, la salud y la vivienda. Y para poder realizar eso materialmente, tienen que ser radicales en sus reformas sobre la propiedad, los impuestos, la justicia social, la distribución de la riqueza, la recuperación de los recursos comunes en favor de la sociedad. Detenerse en esa obra va a alimentar la ley de las crisis sociales: toda actitud moderada ante la gravedad de la crisis, fomenta y alimenta los extremos. Si las derechas hacen eso, alimentan a las izquierdas, si lo hacen las izquierdas, alimentan a las extremas derechas.

Entonces, la manera de derrotar a las extremas derechas, reduciéndolas a un nicho —que va a seguir existiendo, pero ya sin irradiación social— radica en la expansión de las reformas económicas y políticas que se traduzcan en visibles y sostenidas mejoras materiales en las condiciones de vida de las mayorías populares de la sociedad; en la mayor democratización de las decisiones, en una mayor democratización de la riqueza y de la propiedad, de tal manera que la contención a las extremas derechas no sea meramente un discurso, sino que se apoye en una serie de acciones prácticas de distribución de la riqueza que resuelva las principales angustias y demandas populares (pobreza, inflación, precariedad, inseguridad, injusticia..). Porque, no hay que olvidar, que las extremas derechas son una respuesta, pervertida, a esas angustias.  Cuanto más distribuyas la riqueza, ciertamente más afectas los privilegios de los poderosos, pero ellos van a ir quedando en minoría en torno a la defensa rabiosa de sus privilegios, en tanto que las izquierdas se consolidaran como las que se preocupan y resuelven las necesidades básicas del pueblo. Pero, cuanto esas izquierdas o progresismos más se comporten de manera miedosa, timorata y ambigua en la resolución de los principales problemas de la sociedad, las derechas extremas más van a crecer y el progresismo quedará aislado en la impotencia de la decepción. Entonces, en estos tiempos, a las extremas derechas se las derrota con más democracia y con mayor distribución de la riqueza; no con moderación ni conciliación.

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¿Hay elementos novedosos en las nuevas derechas? ¿Es correcto llamarlas fascistas o deberíamos nombrarlas de otra manera? ¿Las derechas están organizando un laboratorio posdemocrático para el continente (incluyendo a Estados Unidos)?

AGL

Sin dudas, la democracia liberal, como mero recambio de elites que deciden por el pueblo, tiende inevitablemente hacia formas autoritarias. Si, en momentos, pudo rendir frutos de democratización social fue por impulso de otras formas democráticas plebeyas que se desplegaron simultáneamente —la forma sindicato, la forma comunidad agraria, la forma plebeya de la multitud urbana—. Son estas acciones colectivas múltiples y multiformes de democracia las que le dieron a la democracia liberal una irradiación universalista. Esto pudo suceder porque siempre estaba siendo rebasada y jalada por delante. Pero si uno deja a la democracia liberal tal cual, como mera selección de gobernantes, inevitablemente tiende a la concentración de decisiones, a su conversión en lo que Schumpeter llamaba la democracia como mera elección competitiva de quienes van a decidir sobre la sociedad, lo que es una forma autoritaria de concentrar las decisiones. Y, ese monopolio decisional por medios autoritarios y, llegado el caso, por encima del propio procedimiento de selección de elites, es lo que caracteriza a las extremas derechas. Por eso, no hay antagonismo entre extremas derechas y democracia liberal. Hay una colusión de fondo. Las extremas derechas pueden coexistir con este tipo de democratización meramente elitista que alimenta la democracia liberal. Por eso no es raro que lleguen al gobierno por medio de elecciones. Pero, lo que la democracia liberal tolera marginalmente de mala gana, y las extremas derechas rechazan abiertamente, son otras formas de democratización, que tienen que ver con las presencias de democracias desde abajo (sindicatos, comunidades agrarias, asambleas barriales, acciones colectivas…). Se oponen a ellas, las rechazan y las consideran como un estorbo. En este sentido, las extremas derechas actuales son antidemocráticas. Solamente aceptan que se los elija a ellos para mandar, pero rechazan otras formas de participación y democratización de la riqueza, lo que les parece un insulto, un agravio o un absurdo que debe combatido con la fuerza del orden y de la disciplina coercitiva.

Ahora, ¿esto es fascismo? Difícil de decidir. Hay todo un debate académico y político sobre qué nombre tomará esto y si vale la pena la evocación de las terribles acciones del fascismo de los años 30 y 40. En el preciosismo académico tal vez vale la pena estas digresiones, pero tiene muy poco efecto político. En América latina las personas de más de 60 años pueden tener recuerdos de las dictaduras militares fascistas y la definición puede causar un efecto en ellos, pero para las nuevas generaciones hablar de fascismo no dice gran cosa. No me opongo a ese debate, pero no veo que sea tan útil. Al final, la adhesión o rechazo social a los planteamientos de las extremas derechas no vendrá por el lado de los antiguos símbolos e imágenes que evocan, sino por la eficacia de responder a actuales angustias sociales que las izquierdas son impotentes de resolver.

Quizás, la mejor forma de calificar a estas extremas derechas, más allá de la etiqueta, sea entendiendo a qué tipo de demanda responde, que por supuesto, son demandas distintas a las de los años 30 y 40, aunque con ciertas similitudes por la crisis económica en ambos periodos. En lo personal, prefiero hablar de extremas derechas o derechas autoritarias; pero si alguien usa el concepto de fascismo, no me opongo, aunque tampoco me entusiasma demasiado. El problema puede venir si, de inicio, se las califica de fascistas y se deja de lado la pregunta respecto a qué tipo de demanda colectiva responden o ante qué tipo de fracaso emergen.  Por ello, antes de etiquetar y tener respuestas sin preguntas, es mejor preguntarse sobre las condiciones sociales de su surgimiento, el tipo de soluciones que plantea y, sobre esas respuestas, ya se puede elegir el calificativo que corresponda: fascista, neofascista, autoritaria…

Por ejemplo, ¿está bien decir que Milei es fascista? Tal vez, pero primero hay que preguntarse porqué ganó, con el voto de quién, respondiendo a qué tipo de angustias. Eso es lo importante. Y además preguntarse qué hiciste tú para que eso sucediera. Hoy es más útil preguntarnos eso que el colocarle una etiqueta fácil que te resuelva el problema del rechazo moral pero que no ayuda a comprender la realidad ni a transformarla. Porque si respondes que Milei convoco a la angustia de una sociedad empobrecida, entonces queda claro que el tema es la pobreza. Si Milei le habló a una juventud que no tiene derechos, entonces hay una generación de personas que no accedieron a los derechos de los años 50, ni de los 60 ni del 2000. Ahí está el problema que el progresismo y la izquierda debe abordar para frenar a las extremas derechas y a los fascismos.

Hay que detectar los problemas con los que las extremas derechas interpelan a la sociedad porque su crecimiento también es un síntoma del fracaso de las izquierdas y el progresismo. No surgen de la nada sino después de que el progresismo no se animó, no pudo, no quiso, no vio, no entendió a la clase y a la juventud precaria, no captó el significado de la pobreza y de la economía por encima de los derechos de identidad. Ahí está el núcleo del presente. Esto no significa que no hables de la identidad, sino que jerarquices, entendiendo que el problema fundamental es la economía, la inflación, el dinero que se te escurre de los bolsillos. Y no se puede olvidar que la propia identidad tiene una dimensión de poder económico y político, que es lo que ancla la subalternidad. En el caso de Bolivia, por ejemplo, la identidad indígena conquistó su reconocimiento asumiendo el poder político, primero y, gradualmente, el poder económico dentro de la sociedad. La relación social fundamental del mundo moderno es el dinero, enajenada pero todavía relación social fundamental, que se te escurre, que diluye todas tus creencias y lealtades. Ese es el problema a resolver desde las izquierdas y el progresismo. Creo que la izquierda tiene que aprender de sus fracasos y deben tener una pedagogía sobre sí misma para encontrar luego los calificativos para denunciar o etiquetar algún fenómeno político, como es en este caso el de la extrema derecha.

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Volviendo a los proyectos populares, ¿cuáles son los principales desafíos del progresismo para superar estas crisis, estos fracasos de los que hablabas? ¿Es solo por no haber podido comprender o interpretar de manera suficiente las necesidades y demandas de la ciudadanía que ahora las extremas derechas retoman?

AGL

El dinero es hoy el elemental, el básico, el clásico, el tradicional problema económico y político del presente. En tiempos de crisis, la economía manda, punto. Resuelve ese primer problema y luego el resto. Estamos en un tiempo histórico en que surge el progresismo y las extremas derechas, y decae la centroderecha clásica neoliberal, tradicional, universalista. ¿Por qué? Por la economía. Es la economía, señores, la que ocupa el centro de mando de la realidad. El progresismo, las izquierdas y las propuestas que vengan del lado popular tienen que resolver en primer lugar ese problema. Pero la sociedad a la que la antigua izquierda de los años 50 y 60, o el progresismo en la primera ola en algunos países, le resolvió el problema económico, es distinta a la actual. Las izquierdas siempre trabajaron sobre el sector de la clase trabajadora asalariada formal, y hoy es una incógnita para el progresismo la clase trabajadora no formal. El mundo de la informalidad agrupado bajo el concepto de «economía popular» es un agujero negro para las izquierdas que no lo conocen, no lo entienden y no tienen propuestas productivas para ella que no sea los meros paliativos asistenciales. En América Latina ese sector abarca al 60% de la población. Y no se trata de una presencia transitoria que va a desaparecer luego en la formalidad. No señores, el porvenir social va a ser con informalidad, con ese pequeño trabajador, pequeño campesino, pequeño emprendedor, asalariado informal, atravesado por relaciones familiares y de vínculos muy curiosos de lealtad local o regional, subsumido en instancias donde las relaciones capital-trabajo no son tan diáfanas como en una empresa formal. Ese mundo va a existir por los siguientes 50 años e involucra a la mayoría de la población latinoamericana. ¿Qué le dices a esas personas? ¿Cómo te preocupas por su vida, por su ingreso, por su salario, por sus condiciones de vida, por su consumo?

Estos dos temas son la clave del progresismo y la izquierda latinoamericana contemporáneas: resolver la crisis económica tomando en cuenta a ese sector informal que es la mayoría de la población trabajadora de América Latina. ¿Qué significa eso? ¿Con qué herramientas se hace? Por supuesto, con expropiaciones, nacionalizaciones, distribución de riqueza, ampliación de derechos, etc. Esas son herramientas, pero el objetivo es mejorar la condición de vida y el tejido productivo de ese 80% de la población, sindicalizada y no sindicalizada, formal e informal que conforma lo popular latinoamericano. Y además con mayor participación de la sociedad en la toma de decisiones. La gente quiere ser oída, quiere participar. El cuarto tema es el medioambiental, una justicia ambiental con justicia social y económica, nunca separado ni nunca por delante.

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Usted está aquí en Colombia para asistir a un Ciclo de pensamiento coordinado por la filósofa Luciana Cadahia para el Ministerio de Cultura. ¿Qué cambios está pudiendo observar aquí con el triunfo del Pacto Histórico y el liderazgo de Gustavo Petro y Francia Márquez? ¿Cree que Colombia tiene algún rol protagónico para el progresismo de la región?

AGL

Tomando en cuenta los antecedentes históricos de la Colombia contemporánea, en la que al menos dos generaciones de luchadores sociales y activistas de izquierda han sido asesinados o exiliados, en la que las formas de acción colectiva legal han sido arrinconadas por el paramilitarismo y en la que EEUU ha intentado crear no solo una base militar a escala estatal sino también un pivote de cooptación cultural, es por demás heroico que un candidato de izquierda haya ganado electoralmente el gobierno. Y claro, cuando uno palpa el poderoso sedimento de la Colombia profunda que brota en los barrios y comunidades, entiende el estallido social del 2021 y el porqué de esa victoria.

El que un triunfo electoral progresista venga precedido de movilizaciones colectivas, habilita un espacio de disponibilidad social a reformas. Y es por eso que, pese a las limitaciones parlamentarias, el gobierno del presidente Petro es ahora el más radical de esta segunda ola progresista continental.

Dos acciones colocan a la gestión de Petro a la vanguardia del resto de los presidentes de izquierda. Por una parte, la aplicación de la reforma tributaria con carácter progresivo, es decir, que impone mayores tributos a quienes más dinero tienen. En la mayoría de los otros países latinoamericano, la más importante fuente de ingresos tributarios es el IVA, que claramente obliga a una mayor tributación a los que menos tienen.

En segundo lugar, el avance en la transición energética. Claramente ningún país del mundo, ni siquiera los que más contaminan como EEUU, Europa y China, ha abandonado de la noche a la mañana los combustibles fósiles. Se han planteado unas décadas de transición, e incluso, todavía, unos años más de producción record de esos combustibles. Sin embargo, Colombia, junto a Groenlandia, Dinamarca, España e Irlanda, son los únicos países del mundo que han prohibido cualquier nueva actividad exploratoria de petróleo. El caso colombiano es más relevante, porque para él, la exportación de petróleo representa más de la mitad del total de sus exportaciones, lo que hace de esta decisión algo mucho más audaz y avanzada a nivel global.

Se trata de reformas que ciertamente miran el porvenir de una manera comprometida con la vida y que alumbran el curso de lo que otras experiencias progresistas tendrían que también realizar a corto plazo.

Sin embargo, para que estas decisiones, y otras que aún faltan para cimentar condiciones de necesaria igualdad económica, sean sostenibles en el tiempo, no habría que descuidar la continua mejora real de los ingresos de las clases populares colombianas, ya que cualquier justicia climática sin justicia social, no pasa de ser un medioambientalismo liberal. Ello va a requerir un acople milimétrico entre los ingresos que el Estado dejará de percibir los siguientes años, con unos nuevos que deberá garantizar vía otras exportaciones, mayores impuestos a los ricos y palpables mejoras en las condiciones de vida de las mayorías populares.

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Me gustaría finalizar con su lectura del papel que va a tener América Latina y el Caribe en el mundo. O, mejor dicho, qué rol político podremos ocupar en un escenario de transformaciones radicales como las que estamos viviendo.

AGL

A inicios del siglo XXI, América Latina fue la que dio el primer campanazo del agotamiento del ciclo de reformas neoliberales que se había instaurado globalmente desde los años 80 del siglo pasado. Aquí fue donde se inició la búsqueda de un régimen híbrido entre proteccionismo y librecambio, que luego, desde el año 2018 hasta hoy, han comenzado a ensayar paulatinamente en EE. UU. y los distintos países de Europa. A estas alturas, a pesar de puntuales recaídas melancólicas en un paleoliberalismo de patas cortas como en Brasil con Bolsonaro y Argentina con Milei, el mundo está en el tránsito a un nuevo régimen de acumulación y legitimación que sustituya al globalismo neoliberal.

Sin embargo, a estas alturas, el continente se halla algo extenuado para seguir liderando las reformas globales. Pareciera ser que la transición posneoliberal ahora deberá avanzar primero a escala global para que América Latina renueve sus fuerzas a fin de retomar los ímpetus iniciales. La posibilidad de unas reformas estructurales posneoliberales de segunda generación, o incluso, más radicales, que recuperen la fuerza transformadora continental, deberá esperar a mayores cambios mundiales y, por supuesto, una nueva oleada de acciones colectivas plebeyas que modifiquen el campo de las transformaciones imaginadas y posibles. En tanto no suceda eso, el continente será un intenso escenario de disputas pendulares entre victorias populares cortas y victorias conservadoras cortas, entre derrotas populares cortas y derrotas oligárquicas igualmente cortas.

Sobre la entrevistadora 

Tamara Ospina Posse es politóloga, feminista y militante de Colombia Humana y del Centro de Pensamiento Colombia Humana (CPCH).

https://jacobinlat.com/2024/01/02/si-las-izquierdas-quieren-derrotar-a-la-ultraderecha-tienen-que-ser-radicales/?mc_cid=bc08a442e7&mc_eid=943c20bae5

Seis hipótesis sobre el crecimiento de las derechas autoritarias

Javier Milei y el dirigente de Vox Santiago Abascal en la feria de la ultraderecha internacional Viva22, realizada en Madrid en octubre de 2022. (foto vía Wikimedia Commons)

Álvaro García Linera

La convulsa y cambiante coyuntura que atravesamos no durará para siempre: en algún momento tenderá a estabilizarse. Si lo hace adoptando rasgos conservadores y autoritarios o progresivos y democráticos, depende de la audacia y la perseverancia con las que las distintas fuerzas políticas y sociales concurran al encuentro con la Historia.

En los últimos años, el mundo entero ha presenciado el fortalecimiento de fuerzas políticas de derecha. Estas organizaciones se han lanzado no solo a combatir toda propuesta progresista o de izquierda que pretenda ampliar la protección estatal de la sociedad, sino también a atacar a las propias organizaciones tradicionales de derecha por no impulsar con energía las leyes del mercado, haber cedido terreno al progresismo cultural y permitido lo que consideran una degradación moral del orden social.

Las derechas autoritarias se asumen como portaestandartes de una «santa cruzada económica» para salvar al mercado y a «la libertad» contra cualquier atisbo de estatismo o colectivismo, y como parte de una regeneración espiritual para reestablecer el propio orden moral del mundo, comenzando por el pater familias en la casa, el patrón en la empresa, la piel blanca en la historia patria y Dios en el control de las almas.

En algunos casos, paradójicamente, mezclan el apego a preceptos neoliberales con la idea de una patria de propietarios, como lo hacen Trump en Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil o Abascal en España. En otros casos, enarbolan primitivos recetarios de libre mercado, como Kast en Chile, Milei en Argentina o Meloni en Italia. Consideran que hay un orden natural de la humanidad que emerge únicamente de las reglas del mercado y que cualquier desviación de ello no solo es ineficiente, sino dañina y ofensiva. En conjunto, aborrecen del Estado, proponen reducir los impuestos a los ricos y juran que los derechos colectivos son un robo y que hay que privatizar cualquier bien público.

A continuación, seis hipótesis que pretenden explicar el crecimiento y la configuración de estas derechas autoritarias.

1º) La derecha extrema es autoritaria y no democrática

Aunque todas estas derechas emergentes se presentan a elecciones para ganar adeptos y, en ocasiones, han llegado al gobierno mediante el voto, en realidad no son democráticas. De ser necesario, están dispuestas a emplear la violencia para alcanzar sus metas.

Cuando Trump perdió las elecciones el 2021, por caso, no tuvo reparos de mandar a paramilitares a tomar el Congreso para impedir la proclamación del presidente Biden. De la misma forma, Bolsonaro perdió las elecciones, nunca reconoció su derrota e impulsó a sus seguidores a rezar en las puertas de los cuarteles para que los militares den un golpe de Estado y, luego, tomaran los edificios ministeriales para saquearlos. En Bolivia, Mesa y Camacho convocaron a sus seguidores a quemar ánforas electorales y aplaudieron cuando las tropas militares salieron a asesinar a los pobladores indígenas que respaldaban al gobierno democráticamente electo. Kast y Abascal, por su lado, son grandes defensores de los exdictadores Pinichet y Franco y consideran que su sanguinario accionar fue necesario para «frenar al comunismo». Y no pierden la esperanza de que, a futuro, sean necesarias acciones similares.

Para estas derechas extremas, la democracia no es un principio político innegociable sino un medio provisional y meramente instrumental para lograr sus metas de promover el mercado y las sacrosantas jerarquías racializadas de los vencedores. Pero, a diferencia de antes, cuando creían que la autoridad del mercado era fruto del convencimiento y su superioridad histórica, ahora creen que hay que imponerla… a palos, si es necesario. Creen que la democracia ha premiado a una mayoría incompetente e ignorante y que, por razones de «salud pública», hay que hacerles entrar a la fuerza a las virtudes del individualismo, el mercado y la ley del más fuerte.

La democracia se les aparece como un exceso y los derechos como un exabrupto y un insulto a la igualdad. Por ello no se sonrojan cuando mandan a asaltar parlamentos: están dispuestos a masacres y golpes de Estado, y consideran que las dictaduras salvaron del caos a la sociedad. No son demócratas por convicción, sino por utilidad táctica.

Detrás de su grito en defensa de la «libertad individual» se agazapa la violencia purificadora contra lo público, lo colectivo, lo común, lo asociado. No hay un intento por convencer de sus virtudes sino una furia desatada para imponerse contra el «zurderío», al que consideran una calamidad mental. Y por ello no disimulan la esperanza de su exterminio físico.

2º) La derecha autoritaria crece en tiempo de crisis económica y política

Si bien las derechas autoritarias tienen una larga existencia, lo cierto es que los momentos de crisis económicas y turbulencias políticas constituyen terrenos particularmente fértiles para su crecimiento y su capacidad de disputa en el terreno político.

En momentos de estabilidad y crecimiento económico —más aún si se dan bajo el paraguas del neoliberalismo—, las derechas autoritarias son pequeñas y marginales. Dejan testimonio de que están ahí, como guardianas de la estabilidad, pero no pugnan por convertirse en fuerza dirigente. Claro, hay un orden económico que «funciona», hay reglas que se cumplen y las ganancias empresariales se expanden sin que el malestar social de los menesterosos ponga en entredicho el régimen. Son momentos de hegemonía de derechas, de consensos amplios y tolerancias pasivas de las clases subalternas hacia las clases dominantes. Para las grandes élites propietarias, el mundo funciona civilizadamente y los furibundos llamados al orden no son necesarios para que las jerarquías se respeten. Incluso pueden darse el lujo de cooptar a izquierdistas arrepentidos que ahora suplican un espacio bajo el paraguas de la legitimidad cultural neoliberal.

Pero las cosas cambian cuando la economía se estanca, el crecimiento se reduce, los mercados se retraen, las ganancias se comprimen y los excedentes a redistribuir a cuentagotas se secan. La frustración crece entre las clases plebeyas; el malestar se expande y todos comienzan a buscar salidas a la angustia por medio de opciones diferentes a las prevalecientes. Así, la hegemonía inicia su declive.

Entre las élites dominantes, la confianza en el viejo orden se fragmenta; ellas también discrepan sobre cómo retomar el curso del enriquecimiento y la pasivizacion de la sociedad. Estos son momentos de divergencia entre las élites sobre el mejor rumbo a seguir. Unas pugnan por mantener las cosas como están, otras consideran que hay que ceder parte de los beneficios para aplacar a las clases pobres, en tanto que otras consideran que hay que sentar mano dura y defender el viejo orden con renovadas dosis de autoridad.

Viendo el modo en que los antiguos consensos políticos se disuelven y crece el descontento social contra las instituciones, las derechas autoritarias, hasta entonces una fuerza minoritaria, ahora se consideran llamadas a preservar la «civilización» que comienza a desmoronarse. No buscaran defender al gobierno existente en ese momento —sea de derecha o progresista— sino recuperar un imaginado orden pasado en el que el mercado funcionaba, las jerarquías se respetaban y los pobres no reclamaban. Solo que, para ello, en vez de la seducción abanderan la sanción, el castigo o la venganza hacia quienes consideran como los responsables de este desorden, tanto económico como moral: sindicatos «ambiciosos», migrantes que «arrebatan» empleos, mujeres que «exageran» en sus derechos, indígenas «igualados», comunistas que envenenan almas, etcétera.

Sin comprender que el debilitamiento del proyecto neoliberal es el resultado de sus propios límites, confían en que el disciplinamiento feroz de los díscolos será la llave para que la sociedad pueda retornar al acatamiento de los viejos valores morales. La incertidumbre y la desesperanza son su terreno fértil para su intervención. Desprecian la solidaridad y la acción en común para remontar las adversidades, que les parece una herejía contra los valores del individuo y la propiedad. Las derechas autoritarias fomentan la salvación individual porque consideran que en el mercado los capaces triunfan y los ineficientes pierden, y también porque saben que la frustración individual y en soledad es la mejor garantía para la recepción del mesianismo político del gran pastor que conducirá a su rebaño a la redención.

Estas son derechas autoritarias que buscan canalizar el miedo social a la incertidumbre y la ausencia de futuro hacia el odio, la venganza y el castigo. Añoran la vieja estabilidad del mercado, aborrecen los derechos cristalizados en el Estado; les indigna la igualdad porque consideran que eso destruye las jerarquías sagradas de la empresa, la familia y la servidumbre individual. Son melancólicas de un idílico pasado mercantil en el que los capaces tenían lo suyo y los fracasados el desprecio merecido de la marginalidad. La imposición y la fuerza como método generalizado, aunque las distingue y les aporta seguridad para perseguir sus objetivos, también constituye el síntoma revelador de la fase decante del propio neoliberalismo que propugnan.

3º) Las derechas extremas son la contracara de las centroderechas

Ya dijimos antes que las derechas autoritarias no nacen de la nada. No aparecen de repente. Siempre han estado ahí, acurrucadas bajo el ala de las derechas centristas y moderadas. En tiempos de estabilidad económica son minorías activas que, en sus cenáculos, cual monjes reservados, guardan la sagrada llama del mercado y la autoridad. Pero cuando estallan las crisis abandonan sus monasterios y salen como apóstoles a reclutar adherentes. Y lo hacen, en primer lugar, entre las filas de las derechas moderadas que se hallan desorientadas por el malestar social, la divergencia entre las élites y la devaluación de sus antiguas recetas económicas.

Las derechas fracadas alimentan las derechas extremas. No hay necesidad de reconversión de creencias, sino que se trata simplemente de una transición hacia posturas más firmes. Al fin y al cabo, las derechas moderadas en sus tiempos de gloria también abrazaron el libre mercado, la austeridad fiscal, la reducción de impuestos y el control salarial, como lo demandan ahora las derechas autoritarias. Solo que las primeras comprendían que para que esas políticas sean duraderas había que amortiguar el ajuste con políticas sociales puntuales, garantizar el goteo de la riqueza para alentar el consumo y tolerar algún que otro progresismo cultural.

Pero cuando la economía cruje y los recursos a distribuir se secan, el derechista moderado entiende que perseverar en la misma senda puede generar mayores riesgos a su propiedad. Entonces le resulta natural sintonizar con quienes hablan de cambio, pero en su mismo lenguaje mercantil y propietarista. Entre la centroderecha y la extrema derecha hay, pues, una afinidad electiva que permite simplemente modular los grados de intensidad de sus adhesiones. El paso de la primera postura a la segunda —y viceversa— no requiere de una crisis existencial del militante.

Entre ambas existe un continuo: las separa una frontera difusa que se escora al centro o al extremo dependiendo de la gravedad de la crisis que se atraviesa. Por eso los energúmenos que hablan de «exterminar a los zurdos», que aplauden el libre uso de armas para aniquilar la delincuencia, que consideran lícito vender partes del cuerpo o que celebran que se deje de proteger a los pobres son los mismos vecinos que años atrás escondían su simpatía por las dictaduras o que pensaban en silencio que la ayuda social a los más pobres debería reducirse o ser más selectiva.

Son las mismas personas que votaban al centro, pero ahora tienen miedo, desazón y buscan aferrarse a algo que les devuelva un mínimo de certidumbre. Y lo más cercano e inmediato a sus adhesiones ideológicas de centroderecha es la derecha extrema, que no solo tiene una explicación de por qué las políticas de centro fracasaron, sino que promete una solución inmediata —ilusoria y falaz, pero solución al fin— en medio del caos imperante. Esta es la primera fuente de la que se alimenta la expansión de las extremas derechas. Y es que, al fin y al cabo, detrás del demócrata de derechas se esconde, como una doble personalidad dormida, un enfurecido derechista autoritario.

4º) Las derechas extremas crecen como reacción material y moral a la igualdad

Por lo general, en la historia política de las sociedades del mundo, los progresismos y las izquierdas políticas son fuerzas minoritarias cuando los programas económicos y de legitimación de políticas conservadoras atraviesan una etapa de expansión y apogeo. Son tiempos en que el consenso del mercado, la meritocracia y el emprendedurismo copan el imaginario social. Hay crecimiento económico y gobierna la esperanza de que se podrá mejorar los ingresos familiares si uno se esfuerza más. El horizonte predictivo de la sociedad se mueve en torno al mercado y el riesgo individual, como en los años 90 del siglo XX.

Cuando eso falla, aumenta el desempleo, la riqueza se concentra en muy pocas manos, bajan los salarios y las oportunidades de crecimiento se truncan. Las derechas que gobiernan se aturden ante sus fracasos y, antes de que las extremas derechas puedan reaccionar, es más probable una expansión de las fuerzas progresistas y de izquierda. Los viejos paradigmas de organización económica se desmoronan, especialmente entre las clases populares, en las que la gente se desprende de las anteriores expectativas ancladas en el mercado que, a fin de cuentas, solo les ha traído empobrecimiento y abandono.

Entonces es cuando las personas se hallan en disponibilidad a revocar antiguas creencias y adherirse a otras nuevas. Y si existe en ese momento un progresismo audaz que persiga de manera creíble el fortalecimiento de los bienes comunes del Estado para ampliar los derechos sociales de los necesitados, es previsible que esa apuesta sintonice directamente con la propia memoria histórica de las clases subalternas respecto a los momentos de bienestar conquistados mediante un Estado redistributivo y benefactor. Son los tiempos de las oleadas progresistas, como sucedió a inicios del siglo XXI en el continente latinoamericano.

Es probable que, en la crisis, una parte de las clases populares y medias se incline por proyectos de derecha. Pero también se inclinan hacia el progresismo, permitiéndole eventualmente ganar las elecciones. Ya en el gobierno, si el progresismo toma medidas inmediatas de reforma económica para ampliar los bienes comunes, distribuir la riqueza y proteger a los más débiles, la pobreza comenzará a ser revertida, aumentará el consumo interno y se verá favorecido el crecimiento económico. Cuanto más audaces sean estos cambios en la reasignación de la riqueza, mayor será la movilidad social ascendente de las clases populares.

A la par de la ampliación del consumo de los sectores empobrecidos crecerá el mercado interno y se ensanchará la base de las clases medias de origen popular. Así, de la clásica figura del triángulo achatado, con una gigantesca base de pobres, una clase media escuálida, y un vértice de ricos —imagen típica de las políticas neoliberales—, se pasará a una figura más parecida a un rombo, con un amplio espacio en el centro compuesto por las clases medias, tanto tradicionales como emergentes, y un decreciente sector pobre. Esta es la imagen que muestra el éxito de las políticas de igualdad que caracterizaron a algunos de los gobiernos progresistas en América Latina.

La misión del progresismo y la izquierda es precisamente el aumentar la igualdad, y eso se logra generando riqueza, distribuyéndola mejor y reduciendo las diferencias entre los que más y menos tienen, todo ello por medio de políticas estatales de justicia económica, tributación progresiva y nacionalización de bienes estratégicos.

Pero a la par del crecimiento de las nuevas clases medias de origen popular se produce, inevitablemente, una devaluación del estatus y los privilegios de las clases medias tradicionales, que ven perder la exclusividad de sus colegios privados, de sus locales de distracción, de sus destinos vacacionales o de puestos laborales anteriormente reservados para sus redes familiares. Y si las clases populares favorecidas por las políticas progresistas son además de origen indígena o afrodescendiente, no es solo el estatus y las distinciones de consumo de las clases medias tradicionales lo que se ve afectado, sino también su jerarquía, su capital étnico, que sea por el color de piel, el apellido o la ubicación geográfica, les garantizaban anteriormente el acceso a determinados privilegios.

En todos los casos, la igualdad económica —que, en términos de ingresos monetarios, amplía la clase media— genera devaluaciones clasistas y, con ello, resentimiento de los igualados. Los sectores medios tradicionales afectados no pierden ingresos ni propiedad. De hecho, estos aumentan. Pero, a la par, también aumentan (y a una mayor velocidad, si las cosas se hacen bien) los ingresos de los sectores populares, que gracias a las políticas estatales ahora pueden ahorrar, comprar una pequeña vivienda, mandar al hijo a la universidad, mejorar su consumo, etcétera.

Esta es la igualdad en acción, y aunque inevitablemente provoque aversiones y resistencias (e incluso resentimientos viscerales, en caso de que las diferencias clasistas hayan estado acompañadas de distinciones étnicas), el progresismo no puede permitirse retroceder o cambiar de dirección. Dicha democratización de los ingresos y los consumos no solo desmontará el viejo orden jerárquico de la sociedad, sino también el orden moral del mundo inscrito en el color de la piel.

En tal caso, la igualdad será asumida como un agravio que buscará ser revertido de la manera que sea, mejor violentamente para restablecer las viejas jerarquías étnicas. La extrema derecha racializada será entonces el mejor refugio para segmentos de clases medias que verán con espanto cómo los colores y la estirpe del poder se «ennegrecen». Contener al indio, si es que no se lo puede eliminar, o expulsar al migrante pobre, si es que no se lo puede detener en la frontera, serán los nuevos lenguajes profilácticos con los que las extremas derechas buscarán dar cohesión a sus nuevos seguidores reclutados entre las clases medias tradicionales.

5º) Las derechas extremas crecen por las decepciones de los progresismos

Las derechas extremas crecen en oposición a la efectividad de las políticas de igualdad que pueden impulsar las izquierdas y progresismos gubernamentales. En esos casos, sin embargo, es posible aislar o fragmentar esos impulsos antigualitarios creando continuamente mayorías sociales y políticas con el éxito de la igualdad.

Que no se crea que es el aumento del consumo de los sectores populares emergentes lo que los puede conducir a posiciones de derechas: es la incapacidad que a veces muestra el progresismo y las izquierdas para comprender las nuevas expectativas, aspiraciones y formas organizativas que adquieren estos sectores populares emergentes lo que eventualmente los empuja a abrazar posiciones conservadoras. Pero lo que sí provoca un daño demoledor en la articulación entre progresismo político e importantes sectores populares es la frustración que puede provocar un gobierno progresista al tomar decisiones que no detienen (o incluso incrementan) el deterioro de la economía popular.

La gente apoya a las izquierdas y los progresismos porque ha experimentado en carne propia el maltrato y el empobrecimiento neoliberal. Pero si el progresismo que llega al gobierno prometiendo bienestar y protección no cumple lo que prometió o empeora las condiciones de vida de las clases populares, lo que se produce inicialmente es un colapso cognitivo de las adhesiones y las esperanzas. El estupor se apodera de todo; las creencias se diluyen, el desánimo y la desafección lo inundan todo. Los humildes se sentirán traicionados y, luego, buscarán aferrarse a cualquier solución nueva que les devuelva la certidumbre imaginaria de un porvenir y les permita sancionar a quienes los defraudaron.

El apoyo de los sectores populares a soluciones de derecha autoritaria será la vía para exteriorizar ese enojo colectivo. No es que el pueblo se ha vuelto neoliberal ni que haya abrazado la creencia de que todos pueden ser emprendedores exitosos o que hay que destruir los derechos y los bienes comunes resguardados por el Estado. Lo que pasa es que las clases populares no pueden soportar más la incertidumbre de un porvenir que no aparece y, por ello, tienen que agarrarse de algo que les devuelva un mínimo de creencia en mejores días. Lo que sea, pero diferente a lo que ahora están soportando. Y mejor si es que pueden hacerlo distanciándose de quienes los desilusionaron, rechazando lo que ellos representan: la protección estatal.

Las derechas extremas se alimentan entonces de la pasividad de los progresismos, de su moderación ante los graves problemas, de su falta de compromiso con los sufrimientos más intensos que desgarran el cuerpo popular. No se le puede pedir a la gente que actúe con conciencia cuando la pobreza interminable desgarra los estómagos de sus hijos. Es el progresismo el que tiene que tomar conciencia de esa pobreza y actuar inmediatamente en consecuencia, como supo hacerlo en otras ocasiones.

Si este reflujo social viene además cabalgando una inflación que el progresismo no ha podido contener o ha agravado, la disponibilidad social a políticas de shock y antiestatistas será inevitable. Y es que la inflación disuelve, como aire en las manos, el más importante y estable artefacto colectivo de medición, resguardo y cambio del esfuerzo laboral de las personas: el dinero. Con ello, desvanece cualquier vieja lealtad hacia los gobernantes y hacia el Estado que han permitiendo ese colapso. Si a todo esto sumamos también la cercanía en la memoria popular de un Estado que durante la pandemia encerró a la sociedad más allá de lo económica y físicamente tolerable, entonces no cabe duda de que los sedimentos libertarianistas y antiestatistas, que habitan fragmentos del sentido común, se verán convocados y reforzados.

Pero a estas alturas vale preguntarse por qué esta frustración popular no se canaliza con salidas más de extrema izquierda o revolucionarias. La razón es que la experiencia de lo popular como cuerpo movilizado, como conquista de derechos colectivos y cuotas de poder ha transcurrido al interior de las banderas del progresismo durante décadas. De no mediar un estallido social que formatee la base de la memoria histórica, la evocación de cualquier forma de lo popular y sus conquistas colectivas toma cuerpo en el progresismo, incluso en contra de sus propios deseos.

Esa es la lógica de las profundas y duraderas lealtades populares forjadas en los momentos ígneos de la historia social. Eso es lo que da persistencia al recuerdo de los grandes líderes y grandes conquistas históricas con cuyas banderas una y otra vez los progresismos llaman a cambiar el mundo. Pero a la vez, esa es también la frontera con la que la gente asocia, llegado el caso, el fracaso de la capacidad de transformación progresista y de izquierdas, y la razón por la que decide abrazar salidas derechistas y autoritarias. Cuando el progresismo tiene raíces profundas e históricas en la íntima experiencia popular, el fracaso del progresismo es el fracaso de cualquier izquierda posible.

Recapitulando, tenemos entonces que las extremas derechas crecen al calor de las crisis económicas devorando a las derechas moderadas. Que se endurecen en sectores medios ante el avance de las políticas de igualdad exitosas y que adquieren apoyo popular al momento de la decepción del progresismo moderado. Por donde se vea, son y serán actores de primera línea mientras la crisis general se mantenga.

6º) Las derechas extremas serán derrotadas saliendo de la crisis económica con mayor igualdad material, redistribución de la riqueza y bienestar popular

¿Qué hacer mientras el neoliberalismo paleolítico cobra fuerza y quiere colonizar los ímpetus de cambio y bienestar? No es casualidad que el enemigo público de esta oleada regresiva y represiva a manos de un tipo de neoliberalismo cavernario sean los derechos sociales inscritos en el Estado.

El Estado es el receptáculo de lo común de una sociedad. Bajo la forma de monopolios y burocracias, el Estado es el depositario de una parte de toda la historia común que han producido los pueblos; es la condensación de lo común de sus luchas, lo común de sus victorias y lo común de sus derrotas; sintetiza sus logros colectivos, su épica y sus bienes acumulados a lo largo de décadas y siglos. El Estado es la cristalización de los derechos de las personas conquistados en miles de batallas —incluso contra el mismo Estado— que, para mantenerse en el tiempo y heredarse a las nuevas generaciones, se instituye como ley, como norma, como presupuesto y como institución en el propio Estado.

El Estado no es el derecho ni produce el derecho de los pueblos. Los derechos los conquistan los pueblos mediante huelgas, paros, marchas e insurrecciones. Para consagrarlos y mantenerlos en el tiempo después de las grandes batallas, los propios pueblos buscan que esas luchas queden grabadas e instituidas en el Estado en forma de derechos, como fuerza legal con efecto vinculante. Es cierto que también en el Estado gravitan predominantemente las influencias y la fuerza de los poderosos. Pero para legitimarse necesitan tolerar, aceptar o soportar la historia y las victorias —tanto las pequeñas como las medianas— de los pueblos.

Esa es la dimensión paradojal de los Estados: son estructuras de dominación pero también de inclusión, de agrupación y de defensa de los pueblos. Se trata de una fluida y cambiante tención, que es inherente a su existencia.

Por eso cuando los neoliberales autoritarios se plantean «dinamitar» el Estado, lo que quieren hacer es dinamitar ante todo la historia de luchas y derechos que los pueblos han conquistado con sangre y sacrificios. Lo que pretenden hacer es borrar lo poco (o lo mucho) de derechos comunes que las sociedades han labrado a lo largo de la historia: la educación pública y gratuita, la salud pública, los bienes públicos, los recursos comunes (el agua, el gas, los minerales, el litio) o los servicios públicos, que luego del gran derrumbe inducido, como siempre ha sucedido en cada afrenta liberal, serán subastados ante una jauría de ricos en busca de ampliar su riqueza privada con la riqueza pública.

La sustitución de lo público por lo privado, por el mercado, es la extinción de lo común que tienen los pueblos, de los lazos que los unen como comunidad histórica y de destino. La propiedad privada que se ofrece como el becerro de oro de los egoísmos individuales es lo opuesto a lo común de una sociedad. Es la conversión de una nación en un conglomerado de átomos zombis sometidos despóticamente a la gran propiedad de unos cuantos adinerados. Pues es privada, es decir, propiedad de unos pocos que excluyen, arrebatan y someten a otros muchos. Y cuanto más grande es, más exclusiva y excluyente se torna.

Por eso es que las oligarquías no tienen patria. Nunca la han tenido ni desean tenerla. Porque no tienen nada en común con el resto del pueblo. Es más, lo desprecian y les avergüenza. Pero al mismo tiempo lo necesitan, porque su riqueza privada nace del robo de la riqueza común producida por el resto. Las oligarquías necesitan del pueblo para succionar sus esfuerzos, para expropiar sus bienes comunes.

A eso se refieren cuando hablan de «dinamitar» el Estado. Pero lo paradójico es que su antiestatismo es en realidad un estatismo vergonzante y falaz, pues necesitan al Estado para vaciar y privatizar al mismo Estado en beneficio de unas diminutas oligarquías. Los «antiestatistas» necesitan del Estado, además, para coaccionar e imponerse a la fuerza a los insumisos. El mercado no lo puede hacer. Solo el Estado tiene la fuerza coercitiva legal, es decir común y reconocida por todos, para garantizar y defender el derecho a la gran propiedad y la riqueza de un puñado de personas.

Perder la batalla de los derechos y de lo común de una sociedad frente a la gran propiedad es perder la batalla de lo que convierte a un conglomerado de habitantes de un territorio en una nación. Y la única manera de defender lo logrado en común y en derechos es ampliar lo común y los derechos. Los pueblos no pueden conservar sus derechos sin avanzar hacia otros nuevos. Solo preservar implica retroceder.

Por eso la única manera de derrotar a las extremas derechas, de impedir que crezcan, es resolver la crisis económica y la crisis de esperanzas que las alimenta. Hay que resolver la crisis, pero no en favor de los ricos, sino en beneficio común de los humildes, de los trabajadores. Quitar la riqueza acumulada en pocas manos para distribuirla mejor entre la gente común e impulsar más producción para producir más riqueza a distribuir entre todos. Los paliativos temporales no resuelven el problema e incentivan la angustia.

Así es que el primer problema a abordar desde la sociedad y desde cualquier gobierno progresista, en esta oleada o las que aun vendrán, son mejoras rápidas y visibles en los ingresos económicos de manera duradera y previsible en el tiempo. La inflación corroe la certidumbre diaria de las familias y, con ello, las lealtades y apoyos políticos.

Para contrarrestar aquello no existen en el mundo más que dos vías: o bien se mutilan los ingresos reales de las mayorías o bien se reducen las ganancias de los empresarios. El progresismo y las izquierdas solo son realmente progresistas o de izquierdas si hacen esto último. Control de precios, control del comercio exterior, aumento de los impuestos a las fortunas, eliminación de exenciones de privilegio que estabilicen el valor de la moneda y el salario real de los trabajadores, estatización de empresas estratégicas que generen excedentes elevados.

Hay que dejar de lado el credo liberal, añejo, de ajuste y austeridad fiscal. Las economías más avanzadas tienen un endeudamiento promedio de entre el 100% y el 150% de su PIB y a pesar de ello están implementando planes multimillonarios de empleos, modernización de obras públicas (Estados Unidos), subvención a la energía (Europa) y subsidios a las industrias estratégicas de softwares, energías limpias, inteligencia artificial (Estados Unidos y Europa).

En nuestras latitudes resulta indispensable darle sostenibilidad en el tiempo a las reformas sociales para que no dependan de las fluctuaciones de los precios de las materias primas. Esto significa impulsar procesos de reindustrialización selectivos a gran escala y masivos en pequeña escala, tanto públicos como privados. El continente necesita un shock de industrialización de materias primas, de alimentos, de energías verdes, de química básica, de electrodomésticos, de autos eléctricos, etc. Pero también precisa un shock de industrialismo en los ámbitos micro del consumo local, en la artesanía, en las pequeñas empresas y en los servicios, que es donde se ubica la mayor parte de la población laboriosa.

Lo importante es crear una base productiva duradera y ecológicamente sustentable para redistribuir la riqueza común de la sociedad y ampliar nuevos derechos colectivos. Al hacerlo, simultáneamente, se logrará promover un nuevo horizonte de futuro movilizador y garantizar el apego democrático de la población, con el fin de que la democracia y el protagonismo social estén asociadas a la igualdad y la justicia económica.

Desde hace quince años América Latina y el mundo viven en medio de un vórtice de transición de la economía global a otro modelo, más fragmentado. Se trata de un vórtice caótico y lleno de incertidumbres, plagado de perplejidades y complicaciones, de nuevas oleadas y contraoleadas, tanto progresistas como conservadoras, sin que ninguna de ellas pueda aun estabilizarse. Esta situación puede durar tal vez una década más, años que estarán llenos de victorias cortas y de derrotas también cortas.

Pero este flujo y contraflujo no puede durar indefinidamente. La situación tendrá que estabilizarse. De qué manera se estabilice, si adoptando rasgos conservadores y autoritarios o progresivos y democráticos, depende de lo que hagamos hoy. Depende de la audacia y la perseverancia con las que las distintas fuerzas políticas y clases sociales concurran al encuentro con la Historia. Y, ojalá, en ese enorme torbellino de fuerzas contradictorias las fuerzas de la justicia social, de la igualdad radical y de la comunidad triunfen por sobre las del egoísmo, la gran propiedad y el autoritarismo.


Este artículo es una adaptación de la conferencia brindada por Álvaro García Linera en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata (Argentina) el 22 de septiembre de 2023.

Compartido con SURCOS por Nora Garita.