Elecciones en Venezuela: El hegemón al acecho
Jaime Delgado Rojas (AUNA-Costa Rica)
Estas, del 28 de julio no han sido las únicas elecciones cuyos resultados se juzgan como fraudulentos. Desde 1998 cuando Hugo Chaves llegó al poder la derecha local, los medios de comunicación de masas internacionales y la potencia hegemónica, coreada por los más preclaros conservadores del continente, lo han señalado: hubo fraude. Excepto el referéndum del 2007 y las elecciones parlamentarias del 2015, ambas perdidas por el chavismo.
Nicolás Maduro, fue el presidente sustituto de Hugo Chaves en el 2012; luego es electo en el 2018 y reelecto en el 2024 (según números del CNE). Cuenta con la virtud ser el heredero político del chavismo y el hombre de confianza de su mentor. No obstante, acumula a su haber una carga importante de señales que no le dan buena imagen: haber sido dirigente sindical, chofer de autobús y un cuadro político de bases. No es un intelectual con vida universitaria como lo fuera Rafael Correa, Tabaré Vázquez o Gabriel Boric. No acumula la trayectoria conspirativa de Daniel Ortega, José Mujica, Evo Morales o Gustavo Petro; tampoco la capacidad de organización obrera de Lula da Silva o la indígena de Evo, ni la destreza en la comunicación con la gente que engalanaba su antecesor Chaves o el mexicano López Obrador. Omito señalamientos morales pero es claro que con la derrota de Maduro en estas elecciones, la derecha internacional pretende hacer retroceder al progresismo latinoamericano. Por ello esa derecha, con muchos recursos económicos, montó un solemne fraude contra el chavismo, mediante un sabotaje informático al sistema electoral y a las instituciones estatales. Por su constancia y contundencia, minuto a minuto y durante semanas, este boicot informático pudo haber tenido un costo estratosférico.
Sin aludir a los daños económicos infringidos por la derecha desde que Chaves tomó el poder, en el periodo de Maduro se sufrieron otros deterioros al lado de la pandemia, la presión externa y el bloqueo de los Estados Unidos. Ese drama es acompañado con una comedia bufa, de mal gusto, escenificaba por Juan Guaidó, autoproclamado presidente entre el 2019-2022 acompañado con un parlamento de comparsa y el apoyo imperial y de un buen grupo de países. Hubo golpes de estado con tintes fascistoides frustrados, robos a mansalva de los depósitos en oro venezolanos en Europa y de una empresa petrolera en Estados Unidos, Citgo, entre otras barbaridades. Entre bloqueos, pandemia y sabotajes, el daño social y económico provocó que la gente saliera en tropeles y la imagen externa se deteriorara tanto que incluso en el progresismo no faltaron líderes que se abstuvieran de legitimarlo a riesgo de ser calificados de autócratas dictadores y sus prospectos. En otras palabras, si el oficialismo venezolano ganaba también se hacía retroceder al progresismo latinoamericano, dada la campaña desatada por todos los medios de comunicación de masas internacionales.
¿Cuál fue el pecado cometido? Venezuela no ha dejado de tener una economía capitalista, no obstante, el uso del excedente petrolero, cuando lo hubo, fue bien utilizado por Chaves para el bienestar de la población, lo que, junto con la cooperación con el gobierno cubano en educación, salud y seguridad crispó los nervios de los sectores económicos más reaccionarios venezolanos y de los países vecinos de Nuestra América. Aunque los proyectos sociales impulsados se asemejasen a los que ponía en ejecución las socialdemocracias latinoamericanas del siglo XX, con un sector privado tolerado y respetuoso de los derechos laborales de la gente que contratan y con un mercado con niveles de competencia soportada: es un capitalismo con elecciones periódicas y conteos con vigilancia independiente, con una acentuación expresamente antineoliberal. Aquí su pecado. Pero no el único.
Pero el bloqueo norteamericano ha sido inclemente. Entre el 2013 y el 2021 la nación vivió una crisis económica y social que acentuó los niveles de pobreza en los hogares, tanto que no obstante una mínima señal de recuperación en el 2022 respecto al 2021, la pobreza se ubicó, en 81,4% y la pobreza extrema (de familias cuyos ingresos no son suficientes para cubrir las necesidades de alimentación) en 50,2%. Estos niveles siguen siendo de los más elevados de la región latinoamericana, según Informe de Coyuntura Económica del I.I.E.S de la UCAB (2023)
Esto repercutió directamente en los flujos migratorios sobre todo de jóvenes: en el 2015 salieron 697.562 venezolanos, representando el 2,3 % de la población total; para el año 2017 pasó a tener casi 5,4 % de la población del país fuera de sus fronteras, con cerca de 1,42 millones de personas. En el año 2018, al entrar el país en una hiperinflación, aumentó a 2,3 millones de venezolanos los que aproximadamente representan el 7 % de la población nacional. De acuerdo con los registros de ENCOVI 2022, alrededor del 44% de quienes abandonaron el país se encuentra en el tramo de edad de 15-29 años y si ampliamos el espectro, el 86% se ubica entre los 15 y los 49 años (Ibid). En términos globales hay un total de 7.7 millones de venezolanos fuera del país (prácticamente la cuarta parte de su población).
Este retrato de la pobreza y migraciones de Venezuela es el que gustan exhibir los medios de comunicación internacionales y el que se repite en pasillos, debates intelectuales y políticos. La realidad de fondo pueda que nos diga otras cosas; por ahora, solo señalo que Venezuela flota sobre la franja petrolera del Orinoco, tal vez la reserva petrolera más grande del mundo y eso la hace profundamente tentadora para las potencias capitalistas: ese petróleo es requerido día a día por el norte “violento y brutal” (como lo calificara Martí) y por las naciones de Asia, al igual que los múltiples recursos minerales estratégicos con los que Venezuela cuenta con una enorme facilidad para abrir lazos diplomáticos, de cooperación y comercio con los gigantes asiáticos, en franca competencia con la potencia hegemónica hemisférica.
En su pasado, Venezuela como parte del patio trasero norteamericano había formado parte de los foros continentales convocados para respaldar y hacer coro a las políticas imperiales de los Estados Unidos. Con Hugo Chaves esto cambió rotundamente.
Durante su mandato (1998-2012) esa nación se autoafirmó como república soberana y esa conducta la irradió a las naciones vecinas con programas novedosos de cooperación e integración. Ese cambio radical es el que se ha venido castigado con bloqueos y sabotajes que exhiben, del hegemón continental, su injerencismo y su desprecio al principio de autodeterminación de los pueblos.
Los procesos de autoafirmación soberana en la región no son recientes: se han dado, desde el momento emancipatorio, como respuesta pensada, con construcciones conceptuales y acciones realizadas por patriotas en las excolonias hispanoamericanas; también, en el siglo anterior desde su inicio, con debates académicos y con expresiones violentas frente a la agresión del norte que había definido las naciones al sur del Río Bravo como su “patio trasero”. Su injerencia en los asuntos internos de estos países pretendía aplacar las luchas por justicia social y la participación democrática en sociedades que han sufrido décadas de represión política ejercida por élites corruptas y sanguinarias. Notoria fue la intervención en los conflictos centroamericanos, los que fueron interpretados por los estrategas del norte como el resultado de la amenaza cubana con respaldo soviético. Desde esa perspectiva se le dio apoyo económico, político e ideológico a la contra revolución en Nicaragua (y a la oposición al sandinismo en las elecciones de 1990), se aportó cooperación militar a El Salvador y Guatemala, se realizó la intervención militar en Granada en 1983; agrego los asesinatos de figuras destacadas portadoras de retóricas antihegemónicas y prácticas de apoyo a la insurgencia centroamericana: los presidentes de Ecuador y Panamá (1981), figuras religiosas y académicos en El Salvador. Además, como granjería, la plataforma de favorecimiento comercial a los países leales y de sanción a los amigos de los enemigos, denominada Iniciativa de la Cuenca del Caribe (1983). Cuba nunca fue beneficiaria de ninguna política norteamericana; más bien sufría bloqueo desde los años 60.
Como una salida negociada a la crisis centroamericana sin la intervención militar fue creado el Grupo de los Cuatro o Contadora en 1983 por Panamá, Venezuela, Colombia y México; luego sería reforzado por el grupo de apoyo en 1985 (Brasil, Argentina, Uruguay y Perú). Estos ocho crearon el año siguiente el Grupo de Río de diálogo político y cooperación subregional, sobre cuya base se constituirá, un cuarto de siglo después, la CELAC (2010).
La globalización, debo señalarlo, se venía consolidando desde el fin de la segunda guerra mundial. Sus tres pilares lo constituían los organismos del Bretton Woods creados en 1944 (el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional), más el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) de 1947 y su engendro, la O.M.C. de 1995; fueron diseñados para impulsar la apertura comercial, el libre comercio y las políticas públicas favorecedoras de la inversión extranjera y de contracción del sector público. Al recetario se le llamó Consenso de Washington (en 1989), junto al cual se suscribió y firmó el Tratado de Libre Comercio de Estados Unidos y Canadá con México (en 1992 y vigente desde 1994). Este TLC se constituyó en modelo hegemónico de las políticas públicas nacionales y de las negociaciones comerciales hemisféricas (el Área de Libre Comercio de las Américas, ALCA). En los foros globales había euforia por el aperturismo: sonaban las voces del ideario neoliberal que toma la batuta cuando el llamado “socialismo real” entraba en franca decadencia pues la potencia antagónica había implosionado. Se vivía la ilusión del “fin de la historia” como libreto de un mundo unipolar.
Paralelamente, en el “patio trasero” se habían realizado encuentros para alcanzar acuerdos subregionales importantes: algunos con inspiración bolivariana. Con este cometido, durante la segunda mitad del siglo XX se contó con el apoyo de la CEPAL, un organismo de NNUU creado en 1948 y la inspiración de su secretario ejecutivo Raúl Prebisch. Sin embargo, los encuentros más pretensiosos y con membresía diversa se dan en la década de los 90; una de las cuales fue la Asociación de Estados Caribeños (AEC), creada en 1994 con 25 estados de la Cuenca excluyendo a EE. UU. En su reunión de mandatarios en la Isla Margarita en el 2001, el presidente Chaves, al lado de su homólogo cubano, enuncia la idea de crear la Alternativa Bolivariana de las Américas (ALBA). Su contenido y definiciones se irán formulando paulatinamente incluso con el acuerdo bilateral en La Habana en diciembre del 2004 entre Cuba y Venezuela. Un año después, en la Cumbre de las Américas de Mar de Plata se le hace el funeral simbólico al ALCA que impulsara Clinton en 1994.
La presidencia de Chaves está marcada por la retórica antineoliberal, el antiimperialista, la inspiración bolivariana y fue calificada como “socialismo del siglo XXI”. Su relación con otros gobiernos progresistas fue vista como parte de la llamada “marea rosa” de América Latina, en la que se vio acompañado por (aquí los nombres y los años importan) Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2010) y Dilma Rousseff (2011-2016) en Brasil; Néstor Kirchner (2003-2007) y luego Cristina Fernández (2007-2015) en Argentina; Tabaré Vásquez (2005-2010 y 2015-2020) y José Mujica (2010-2015) en Uruguay; Michelle Bachelet (2006-2010 y 2014-2018) en Chile; Evo Morales (2006-2019) en Bolivia, Manuel Zelaya (2006-2009) en Honduras, Rafael Correa (2007-2017) en Ecuador, Daniel Ortega (2007-) en Nicaragua y Fernando Lugo (2008-2012) en Paraguay; obviamente con Fidel Castro y su hermano Raúl (2008-2018). Con esos acompañamientos, Chávez apoyó la cooperación en América del Sur y el Caribe, desde el ALBA-TCP (ahora denominada Alternativa Bolivariana de Nuestra América – Tratado de Comercio de los Pueblos). Jugó un papel decisivo en la creación de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), el Banco del Sur, Petrocaribe y la red de televisión regional TeleSUR. Además, en la creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y caribeños (2010) un sustituto clave de la Organización de Estados Americanos (OEA) pues excluye a EE. UU y a Canadá. En aquel primer ciclo progresista, el chavismo encabezó una insurrección cultural que le desordenó el “patio trasero” al imperio sobre la plataforma petrolera más grande del mundo.
Ese primer ciclo de progresismo declina, simbólicamente, con la muerte de su mentor. Con la presidencia de Maduro (a partir del 2013) se desatan los medios de comunicaciones y las redes exhibiéndole una imagen de ineptitud, improvisación y corrupción como partes de la batalla cultural para desmotivar a los vecinos en el ideario del progresismo latinoamericano. En la Casa Blanca después de Barack Obama (2009-2017) vendrá el portador del neoconservadurismo, el supremacismo y la irracionalidad Donald Trump (2017-2021) que será acompañado desde la O.E.A. por el nuevo secretario general Luis Almagro quien le hace coro. El péndulo se desplaza a la derecha. Algunos de los compañeros de viaje de Chaves dejaron el poder por golpe de estado, enjuiciamientos, deslealtad o enfermedad (la de Fidel Castro), en un periodo de anulación de la racionalidad: la pandemia es vista como una estrategia de dominación comunista y una señal del final de los tiempos, el cambio climático como un invento de los intelectuales y las medicinas como instrumentos de control por parte de las grandes farmacéuticas; con ello los monstruos salen del claroscuro: Jair Bolsonaro (2019-2022), precedido del golpista Michel Temer (2016-2018) en Brasil, Mauricio Macri (2015-2019) en Argentina y Sebastián Piñera (segundo mandato 2018-2022) en Chile; la golpista Jeanine Añez (2019-2020) de Bolivia, el giro a la derecha de Lenin Moreno (2017-2021) que había acompañado a Correa en su gestión progresista y que será seguido por Daniel Noboa (2023-).
Empero, la esperanza no puede abandonarse. Llega un segundo ciclo progresista con muchas debilidades políticas y mediática. Pueda que la excepción notable sea Andrés Manuel López Obrador (2018-2024) en México; pero hay tropiezos: la fugaz gestión de Pedro Castillo (2021-2022) en Perú, frustrado por un golpe de Estado, el gobierno de Luis Arce (2020-hoy) en Bolivia con señales de debilitamiento en su frente interno y la gestión, aun de promesas y expectativas de Gustavo Petro (2022-hoy) en Colombia, Xiomara Castro (2022-hoy) en Honduras y de nuevo Lula da Silva (2023-hoy). A su lado, pero con el beneficio de la duda, la gestión confusa de Gabriel Boric (2022-hoy) en Chile. En general hay una derecha fascista envalentonada con Javier Milei (2024-) el abanderado de las peores causas, acompañado con la amenaza del retorno de Trump a la Casa Blanca. Ante las agresiones, Venezuela ha hecho esfuerzos para salir a flote en los espacios del multilateralismo integrándose a los BRICS+, pero la batalla cultural se recrudece. Pasa por sanciones, bloqueos, sabotajes; sufre un “presidente autoproclamado”; vive el desconocimiento y robo descarado de la propiedad soberana de recursos en el exterior. Ahora enfrenta una posverdad agitada por las redes y medios de comunicación.
En esta batalla cultural, el objetivo no es solo Venezuela y su petróleo: es todo el “patio trasero”. De ahí que los cuadros de pobreza, desabastecimiento y migraciones se exhiban perversamente: son parte de esa campaña publicitaria con lemas y notas del fundamentalismo religioso y del fascismo; una guerra donde los intereses hegemónicos no han abandonado la ofensiva ni la iniciativa: viven y disfrutan del asedio. Por ello, las elecciones del 28 de julio van a quedar en el entredicho; su verdad es lo que menos les importa, aunque ese resultado no nos puede ser indiferente: el hegemón está al acecho.