Marco, el del valle de las mañanas cristalinas

Luko Hilje Q. (luko@ice.co.cr)

Escrito como prólogo del libro “Obra reunida de Marco Aguilar”,

compilado por Erick Gil Salas, y publicado por la EUNED.*

* Esta reproducción es un homenaje de Luko Hilje para el poeta Marco Aguilar ante su fallecimiento. En la foto de portada Marco Aguilar se aprecia con Lucrecia, hija de Jorge Debravo.

No me siento calificado para hablar sobre la poesía del muy querido amigo y poeta Marco Aguilar, por una razón sencilla: soy científico de formación y no sé de poesía, aunque en una época por afición escribí bastante, y a menudo adquiero poemarios que leo con gusto.

Y, debo decirlo, son muy pocos los poetas y poemas que me conmueven, que tocan profundo las fibras de mi sensibilidad. No digo -presuntuoso sería- que ese sea el único ni el más relevante criterio para juzgar en valor de un poema, pero en mí es lo más importante, como me sucede con la música, la pintura, la escultura y otras de las bellas artes.

Fue por eso que, al ser invitado a escribir unas palabras para esta obra reunida, mi primera reacción fue negarme a hacerlo, justamente por respeto a Marco. ¿Un pobre biólogo metido a crítico de poesía?

Pero, por fortuna, pronto el amigo Erick Gil Salas me aclaró que no se trataba de eso, y que tan solo quería unas palabras mías sobre Marco, por el afecto que siento hacia él y su obra. Y entonces, pues así sí acepté, porque para hablar de su poesía no hay que saber de ésta sino, más que leerla, aspirarla y sentirla como al aire, porque tiene el don de llegar sola, espontánea y fluida hasta los más recónditos intersticios del alma.

Porque Marco tiene la inmensa virtud de insuflar valor poético a lo simple y lo cotidiano, oficiando como una especie de demiurgo que transmuta lo trivial y lo obvio en joyas poéticas. En su poesía no hay rebuscamientos ni nebulosas, sino palabras y conceptos sencillos, entendibles por todos, con las que él construye imágenes y sensaciones que realmente conmueven, provocando un grato regocijo.

Me atrevo a decir que uno puede tomar cualquiera de sus poemas de manera aleatoria y de seguro que las hallará de inmediato. De hecho, lo acabo de hacer y, tras un breve chapuzón en dos de sus poemarios, he extraído estas cuatro hermosas perlas: “No hay nada más terrible que un segundo; / de segundo en segundo nos movemos / acumulando siglos y milenios”, “Es tan manso el maíz y tan humilde / que lo eligieron dios y se apenaba”, “¡Cómo sabe a mujer la ortografía / si me pongo a escribir de Magdalena!”, “Te quiero así no más, sencillamente, / y es tan complejo el rumbo de quererte / que a veces ya no entiendo, de repente / si voy a acariciarte o a morderte”.

Al respecto, creo oportuno relatar una significativa vivencia con un grupo de productores de tomate de Guayabo de Turrialba, con quienes desarrollamos un proyecto hace pocos años. Al concluir éste, en el reverso de la carátula de un cuadernillo con varios panfletos sobre agricultura orgánica y manejo de plagas, decidí incluir su “Canción de Juan”, que inicia así: “Soy un hombre cualquiera que cultiva / su pequeña parcela de tomates. / En mi casa hay chiquillos y petates / y una mujer instándome a que viva”.

Y el día de la clausura del proyecto en el CATIE, antes de entregarles el cuadernillo, se me ocurrió leer el poema. Cuando rematé diciendo “a mí me basta para estar contento, / engañar a los niños con un cuento / y ver muchos tomates en la mesa”, los ojos vidriosos de esos hombres y mujeres -fiel reflejo de sus corazones estremecidos- me revelaron el claro poderío de la palabra de Marco.

Artífice de la palabra, Marco es un excelente contertulio, con quien he compartido decenas de horas de rica conversación en los casi diez años que tenemos de conocernos. Llegué una tarde de algún mes de 1997 al taller de televisión en que labora, con su poemario “El tránsito del sol”, pues quería que me lo autografiara.

Pero lo cierto es que ese era el pretexto para conocer en persona al miembro de la portentosa tríada de iconoclastas -junto con el recordado Jorge Debravo y Laureano Albán- que hace poco más de 40 años creó el Grupo de Turrialba y después estremeció nuestro anodino mundo literario con la refrescante renovación inducida desde el Círculo de Poetas Costarricenses. Por supuesto que desde muchacho conocía muchos de sus poemas, gracias a mi hermano Niko, cuya afición por la poesía lo hacía comprar libros y coleccionar los suplementos culturales dominicales de algunos periódicos.

Y, desde aquella tarde, con esas exageradas humildad y bonhomía que lo caracterizan, forjamos una linda e imperecedera amistad que, lamentablemente, tenemos menos tiempo para cultivar desde que dejé de vivir en Turrialba.

Sin embargo, como voy allá con cierta frecuencia, siempre muy de mañana, varias veces me ha recibido a bocajarro toda la luz del amanecer, desde las alturas del volcán. Y, contemplando ese espléndido valle, me es imposible no evocar a Marco siempre, quien supo decirnos que: “En el valle amanece de repente. / No es igual que en el mar o en la llanura / donde el sol, tan despacio y sin premura / incinera las rutas del oriente. / Llega toda la luz rápidamente / para sorpresa de la noche oscura. / La mañana de aquí nace madura / y el cielo es como de agua transparente”.

¡Bendito territorio de lluvias y aguajes! Pródiga y mágica tierra de la que por alguna razón insondable a menudo brotan poetas, sobre todo en enero (¿verdad Jorge, Laureano, Clarita, Erick y Marco?), quienes han sabido cantar con desenfado y originalidad a la vida, al ser humano y a la maravilla de la creación.

Sí, a esa que se recrea en cada alborada, en la insolente y frenética algarabía de aves prodigiosas, cuando el sol se asoma de súbito desde el Caribe, colmando el cielo de luz y forjando las mañanas más cristalinas jamás imaginadas.