Presidente Alvarado: Por favor, no juegue con fuego

Luis Paulino Vargas Solís (*)

 

Si algo ha caracterizado a la Costa Rica del nuevo siglo, ha sido el hecho de que, cada vez más, el crecimiento económico depende de la deuda. Y, en particular, de la deuda privada, algo que tanto la prensa como las/los economistas de la ortodoxia dominante, acostumbran abordar con cierta indisimulada histeria y su dosis de amarillista superficialidad. Se trivializa el problema y, de paso, se evita sacar conclusiones que, por relevantes, podrían ser incómodas.

Hace 20 años, el ratio o relación entre el crédito y la producción nacional (“crédito al sector privado / Producto Interno Bruto (PIB)”) era tan solo del 17%. Al finalizar 2017 esa relación alcanza el 61%, y solo la parte de crédito a las familias (consumo + vivienda) llega al 37%. O sea, más del 60% del total del crédito es deuda de las familias.

Y, sin duda, el auge que la economía costarricense experimentó en los años 2006-2007 (con tasas de crecimiento del PIB en el orden del 7-8%), se alimentó fundamentalmente del crédito al sector privado y, en especial, a las familias. En total, ese crédito se multiplicó por 3,06 veces entre diciembre de 2004 y diciembre de 2008. El crédito para consumo aumentó en 2,87 veces y para vivienda en 3,09 veces, muy por encima del crecimiento total del PIB.

Con el impacto negativo de la crisis económica mundial y el abrupto deterioro del empleo, el crédito se frenó en 2009. Pero en el período posterior a ese año y hasta la actualidad, el dinamismo muy mediocre que la economía costarricense manifiesta, vuelve a sustentarse sobre esas mismas bases. Así, entre diciembre de 2009 y diciembre de 2017, las colocaciones crediticias al sector privado pasaron de representar un 48% del PIB, hasta llegar al 61%, mientras la parte correspondiente a las familias saltó del 27% al 37%. Con un agravante: también la deuda pública ha crecido sostenidamente durante esos mismos años.

Y, sin embargo, es posible que nuestros niveles de deuda, medidos relativamente a la producción nacional (el PIB), todavía sean pequeños comparados, por ejemplo, con los de Estados Unidos. El problema, sin embargo, es que veníamos de niveles de deuda mucho más bajo, y en poco tiempo esta se ha multiplicado espectacularmente. Nos vamos haciendo adictos a la deuda. Siendo por otra parte claro, porque así lo manifiestan los datos, que ese gris crecimiento de la economía –incluso en los momentos algo mejores que se vivieron hacia 2015– responde principalmente al impulso que le da el consumo de las familias -impulsado por el crédito– y, en menor grado, el consumo público, ya que, por su parte, la inversión empresarial, para la formación de nuevas capacidades productivas, se mueven en una tendencia muy opaca y declinante, y el sector externo sigue pesando negativamente.

Esto introduce elementos de inestabilidad, potencialmente peligrosos. Lo cual es mucho más claro si tenemos en cuenta el peso del crédito en moneda extranjera (principalmente dólares). En la banca privada éste último representa, al día de hoy, el 73% del total del crédito colocado (29% para los bancos públicos). Ello permite entender el empeño del Banco Central por mantener estable el tipo de cambio, ya que, en caso contrario, no solo muchas familias y empresas podrían verse en problemas, sino que incluso podríamos ver caer más de un banco privado.

Y, por favor, no olvidemos la gravedad, imposible de exagerar, del problema del empleo, claramente asociado a un modelo económico donde las actividades más dinámicas –finanzas y zonas francas, incluyendo servicios empresariales– aportan muy poco empleos (y también muy pocos impuestos, en particular las zonas francas), mientras que las que sí crean mayor cantidad de empleos (y pagan más impuestos), como es el caso de la industria manufacturera, la actividad agropecuaria y la construcción, atraviesan un largo proceso de declive.

En su conjunto son condiciones que propician el agravamiento de las desigualdades y del malestar social, en virtud de que una parte sustantiva de la población trabajadora vive la frustrante realidad de la carencia de empleos dignos. Esto último, mezclado con las características del modelo de crecimiento de la economía, los altos niveles de fraude fiscal y las graves deficiencias de nuestro sistema tributario, son, a fin de cuentas, las razones fundamentales detrás del problema del déficit fiscal. Cierto que los gastos –en particular remuneraciones y transferencias– tendieron a crecer con relativa celeridad, y que ello detonó el problema del déficit en los años inmediatos posteriores a 2008. Pero nada de eso hubiera tenido, ni de lejos, el impacto que a la larga ha tenido, si la economía no hubiese quedado atrapada en ese estado de anemia crónica y con tan agudos problemas del empleo.

El sentido común dominante –incluso entre el muy hegemónico contingente de los/las economistas de la ortodoxia– ignora sistemáticamente estos factores estructurales más profundos. Todo se reduce a una operación propagandística enfocada en la criminalización de los empleados y las empleadas del sector público, y en el ataque contra diversas instituciones públicas. Lo cual no niega que hay excesos, ineficiencias y burocratismos que deben corregirse. Pero es algo que debe hacerse en bien de la calidad y eficacia del servicio que la ciudadanía merece recibir, sin pretender ilusamente que ello pueda corregir el actual problema fiscal.

Por otra parte, y en correspondencia con lo anterior, se ha popularizado una historia mítica, que atribuye la pérdida de dinamismo que la economía viene experimentando en el último año y resto, al problema fiscal. Es la misma leyenda urbana que asegura que las tasas de interés han subido a causa del déficit del gobierno, y que corregir este déficit reanimará el crecimiento económico y la creación de empleos.

Las relaciones de causalidad que subyacen a estas presunciones, siempre son omitidas: lo afirman, pero se guardan muy mucho de explicar cómo operan las relaciones que dan lugar a los resultados observados. Pero no es difícil adivinar la teoría detrás de tales fantasías, la cual básicamente imagina un mundo de “agentes económicos” racionales, en capacidad de modular su comportamiento y sus decisiones, teniendo en cuenta, con precisión matemática, las implicaciones atribuibles al déficit fiscal. Un absurdo de dimensiones galácticas, insostenibles como lo es el edificio total de la economía ortodoxa, del cual también se deduce la idea errónea de que ha sido el déficit gubernamental el que ha hecho subir las tasas de interés. En realidad, es fácil constatar que éstas aumentaron en el momento justo en que el Banco Central así lo quiso, y puso en marcha los diversos instrumentos de política a su disposición, para hacerlas subir.

Todas estas supercherías son las que subyacen a las propuestas frente al déficit fiscal que el gobierno de Carlos Alvarado viene presentándonos, tanto las medidas de restricción del gasto, como las diversas propuestas de reforma tributaria en la Asamblea Legislativa.

El error de fondo surge de un sentido común tan popular como erróneo: el de que la mejor forma de resolver un problema de acumulación de deuda, es “socándose la faja”. Y si bien ello podría ser correcto en el caso de una persona o una familia sobre-endeudada (pero incluso en ese caso no siempre lo es), deja de serlo cuando hablamos de una economía en su conjunto. Porque apretarse el cinturón, y optar por la vía de la austeridad, provocará lo que normalmente provoca, tal cual la teoría crítica-heterodoxa lo anticipa y la evidencia lo ratifica: el derrumbe de la economía y, con esto, la pérdida de capacidad económica para afrontar la deuda, y, entonces, el agrandamiento relativo de ésta. Justo por ello la deuda de Grecia se volvió impagable. Y, en efecto, jamás será pagada, pero, entretanto, el pueblo griego fue desangrado brutalmente, bajo el prejuicio estúpido de que la cuestión se resolvería si se “apretaban la faja”.

Presidente Alvarado por favor no juegue con fuego2

El gobierno de Carlos Alvarado no parece querer entender esto. Y ello es grave. Porque si la economía viene débil y con severísimos problemas del empleo, la vía por la que se está optando agudizará esa debilidad y deteriorará aún más el empleo. Y si eso ocurre, el peso de las deudas privadas se multiplicará, como también su efecto deflacionario, con lo que el retroceso de la economía podría agravarse. Con lo que podría darse el auto-cumplimiento de las profecías tantas veces pronunciadas: el déficit fiscal desembocaría en una grave crisis, pero no por causa del déficit mismo, sino en virtud de haberse optado por una estrategia errónea.

No imagino que el presidente Alvarado ni ninguno de los encumbrados personajes que le rodean, lean esto. De seguro no lo harán. Aun así, y con todo respeto, concluyo con este mensaje: “presidente Alvarado, por favor medite, sé que a usted le sobran buenas intenciones, pero ello no basta para impedir que lo que está haciendo pueda causar mucho más daño que bien”.

 

(*) Director Centro de Investigación en Cultura y Desarrollo, CICDE-UNED.

 

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