Testamentum In Tempore
Macv Chávez
Al salir del seminario me encontré envuelto en una encrucijada bastante complicada: la vida diaria, no de cualquiera, sino de la mayoría, porque por cosas de la vida uno no he terminado naciendo en Suiza, Finlandia u otro país de ensueño, sino en Perú, donde el bolsillo familiar -en mayoría poblacional- es demasiado grande en las necesidades básicas, casi como un agujero negro que te incita a desaparecer con unas ganas de volver a nacer en otros tiempos u otros sitios, en un mundo distinto al que te alberga todos los días, pero como eso es difícil de suceder, todo lo que queda es afrontar la realidad con entrega.
Por una complicada situación familiar me tocó convertirme en el nuevo cabeza de familia a los 17 años, razón por la cual todo lo que quedaba era buscar trabajo, una cosa que nunca fue de mi agrado y peor después de esa desastrosa experiencia de búsqueda, donde terminé en una especie de oficina de una casona en Breña, donde la entrevista laboral era postcapacitación, cosa que consistía en hacer unas dinámicas un tanto cojudas: saltar, gritar y no sé qué más, tonterías y medias o bien completas que nunca me agradaron después de la pubertad, porque me parecen tontos, absurdos, un tanto para idiotas, porque finalmente el trabajo consiste en desarrollar las capacidades personales, pienso yo, y no en la implantación de moldes que no te ayudan a ser tú mismo. Bueno, lo cierto es que ese es un gusto que definitivamente no es para mí. Luego formaron parejas de trabajo, cosa que consistía en que un vendedor sea acompañado por un postulante al empleo que tenía un nombre un tanto de no serás un peón o huevón, cosa que a mi sentido burgués del ser le llamó la atención siempre, nunca quise ser peón de nadie, de nadie inferior a mis neuronas, bueno, al menos soñaba con algún cargo intermedio, y con esto no quiere decir que menosprecie el trabajo de los otros, porque es todo lo contrario, admiro a las personas que tienen y desarrollan su capacidad para un fin determinado, es admirable ver el talento de una persona en ese algo; pero aun así, esa forma de trabajo no era para mí, porque siempre consideré que tenía las suficientes neuronas como para andar en esos rubros, tal y como lo estuve haciendo aquella mañana hasta las trece horas, mientras iba acompañando al vendedor de diversos productos para el hogar para “capacitarme”, eso me dijeron antes de salir al campo, mientras que yo solo quería saber en qué demonios consistía ese puto trabajo de bonito nombre comercial, y digo puto porque siento que dedicarse a algo que no es de tu agrado ni acorde a tu ser es como prostituirte: vender tu cuerpo o ser para recibir unas monedas; y por esa razón agradezco infinitamente a la fotosensibilidad que tengo por las más de dos horas de migraña que sufrí aquel día, esa que intenté aguantar como un campeón, por más que la sabia migraña me iba revelando indiscutiblemente que ese caminar de puerta en puerta no era digno de mi paciencia ni de mi cabeza, razón por la cual debía renunciar a la firme idea de salir de casa a buscar trabajo para trabajar en lo que sea necesario, con tal de asumir mi responsabilidad como nuevo cabeza de familia.
A las 13 horas juré nunca más volver a vender de esa forma en mi puta vida, porque de lo contrario me terminaría convirtiendo en un asesino en serie, porque, por más que existían personas que al menos te renuevan los ánimos ante el constante fracaso de no vender ni un puto individual durante toda una mañana, también existían los que te trataban como delincuente a primera mirada, algo que me causaba repugnancia, porque todavía, en aquel entonces, yo era lo suficientemente inocente como para pensar en que existían los delincuentes más allá de los tirapiedras del colegio, esos que volaban más que los actuales congresistas del país. Así que una vez que juré no volver nunca más a esa vida, miré al cielo y con toda mi fe religiosa dije: “maldito sol de mierda”, y me marché más enojado que Hitler cuando pudo haber sido ofendido por Wittgenstein, y me marché a casa con una migraña que pudo haberme convertido en un asesino en serie si alguien me hubiera hecho una pendejada en el camino, pero felizmente el destino no quiso que asesinara a nadie de esa manera, porque quería que matara de una forma más inteligente y de la cual no dudo en gozar, porque es hermoso eliminar a todas esas neuronas muertas a través de las letras, porque solo muriendo a uno es como se trasciende, perro trascender no es matar, sino vivir, saber vivir, y saber vivir implica tener a La Vida por encima de nuestra vida.
Luego de darme un prolongado y refrescante baño tomé un panadol forte, logrando conocer por primera vez la insolación en su máxima expresión, gritando a todo pulmón cada vez que mi madre se acercaba a decirme: “ay, hijito, mira cómo te has quemado”, con el dolor en su corazón y la cacha del caso, por mi dejadez para las enfermedades y demás cosas cercanas a ella; y porque -según ella- me veía “obligado” a tomar las riendas del hogar, cuando en sí yo había decidido por voluntad propia asumir ese rol, porque sentía y creía que tenía la capacidad para hacerlo sin miedo, simplemente porque comprendía que a veces “la vida es -como más adelante me lo diría Ortega- insegura”, cosa que me llevaría a asumir otra frase orteguiana, desde mucho antes de conocerla: “Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella, no me salvo yo”, y por esa razón es que Ortega impregnó tanto en mí cuando lo leí o escuché por primera vez gracias a mi buen y admirable amigo Antonio López Vega, a quien conocería años más tarde, exactamente cinco años después de esa impresionante búsqueda de trabajo.
Esa noche decidí confiarme a mi fe y dedicarle una súplica a Dios: “Fiat voluntas tua, no mea”, una súplica que siempre representaba ese acepto esto y no me doy por vencido, porque sé que todo irá bien, porque definitivamente confiaba en que Dios aprieta y no ahorca, además, tenía la formación espiritual del seminario y confiaba más en Dios como un ser espiritual, un agente del bien, del bien por encima del bien, pensaba en aquel entonces, cuando todavía la inocencia del mundo estaba frente a mis ojos y no conocía a Sartre que decía que el hombre elige entre el bien y el bien, y no entre el bien y el mal, cosa que creo firmemente, aunque no tanto entre el bien y el bien sino entre el bien y lo mejor, por lo mismo que somos seres trascendentales, y porque el mal en sí solo es una acción desesperada e irracional del ser, por más inteligente acto que sea, porque sencilla y simplemente es una acción con falta de amor propio, ya que el ser está ausente de sí mismo, y ¿por qué digo que está ausente? Porque se desconoce a sí mismo frente a los otros, no se ve igual en dignidad, por ende, no sabe quién es realmente.
Al día siguiente, le dije a mi madre que nunca más iba a buscar trabajo de esa manera y que lo haría por medio de algunos “amigos”, en ese entonces no creía ni tenía la menor idea de lo que era la vara, ni los favoritismos ni los neputismos, sí, es putismo, porque finalmente uno se termina vendiendo por una necesidad, en mayoría de casos, porque penosamente la mayoría es corrupta, nunca hace un bien sin dejar de cobrar una factura, tarde o temprano, cómo lo hace la mayoría de los hombres cuando invitan a una mujer o cuando una mujer les pide que la inviten a comer y beber: siempre quieren comérsela al final, tanto que muchas veces suelen dibujar o pintar las cosas o el momento con cierto romanticismo para que no se vea o sienta directo y libre, como realmente deberían ser las relaciones amicales, amorosas y sexuales, y todo porque estamos acostumbrados a la vida de estética: cargado de maquillaje y sin la más mínima noción de belleza; y por eso la política nacional anda como anda: de mal en peor, cargada de vacíos existenciales, esos vacíos que se traduce en corrupción o malformación humana. Pero bueno, así, mientras los meses iban pasando, aunque no sin la ayuda de Dios para sostener el hogar, gracias a la invaluable ayuda de la tía de mi hermano mayor, Sonia, quien fiel y religiosamente me depositaba lo suficiente para poder cubrir los gastos de casa, así como para los de mi madre y mi hermano menor, aunque -debo confesar que- esa ayuda venía un tanto o bien condicionada, a pesar de ser una noble ayuda, porque la condición de ello era aprender sobre los Testigos de Jehová, cosa que no me causaba problemas, porque siempre me gustó saber más, siempre fui curioso de los grupos sociales y en todas sus dimensiones, aunque ahora los deteste en mayoría casi absoluta, pero en aquel entonces todavía quería explorar el mundo y por ende me metía a explorar diversos grupos sociales, culturales y religiosos, para comprender más el ser y la vida, y esa experiencia -junto a otras- me sirvieron más que demasiado, lo suficiente como para comprender y aprender -años más tarde- que la religión finalmente es como los partidos políticos: un grupo sectario en beneficio de los suyos, mirando a los otros como un acto de caridad para limpiar la culpa de la miseria que el subconsciente puede hacernos sentir en su intento de volvernos conscientes del ser y la vida, sin darnos cuenta de la propia ceguera y miseria, cosa que penosamente le sucede a la gran mayoría de religiosos y por eso la religión es como la política: en vez de trascender, decrece, va de mal en peor, simplemente porque son incapaces de ver al otro como igual en naturaleza y por ende en dignidad.
De ese modo, un día X de mi vida escribí a algunos cuantos conocidos del seminario, llegando a contactar con Jean Pierre, quien era alcohólico, perdón, acólito en Las Nazarenas, y quien me invitó a visitarlo, donde logramos conversar un rato mientras esperaba que llegara el cura que iba a celebrar la misa, creo que se llamaba Fernando, a quien me presentó antes de que saliera a misa, y así mientras lo esperaba escuchaba misa, para luego volver a conversar con Jean Pierre, pero quien casi de inmediato tendría misa con el Padre Mario, a quien me lo volverían a presentar por segunda vez, la primera había sido en Santa Ana, la iglesia que me condujo al seminario; y mientras esperaba a Jean Pierre, me puse a conversar con el cura del Callao hasta recibir una invitación a su iglesia para ayudarle en la catequesis y yo ni corto ni perezoso dije “ya”, porque siempre suelo ser así para cuando me invitan a algo bueno, pues mi madre me había enseñado que no hay que despreciar ninguna buena invitación y menos dejar de hacer el bien a los otros, es decir, de compartir lo que uno tiene con los otros que lo necesitan, y como yo en el seminario había aprendido gratis, bueno, gratis gracias a algunos personajes como Mons. Carlos García Camader, el P. Carlos Rossell, y sobre todo el P. Joaquín Diez Esteben (admirable ser humano, siempre generoso y noble, de un sencillo corazón que te hacía comprender la vida más allá de la propia fe, sus palabras y pensamientos siempre venían cargadas de sencillas reflexiones que me ayudaron muchísimo, y por eso le debo mucho, tanto como se lo agradezco siempre, porque fue un grandioso director espiritual y amigo, siempre me dio sabios consejos) y, finalmente, las Monjitas junto a una feligresa de la cdra. 15 de la avenida Brasil, quienes nunca dejaron de rezar por mí ni por mi familia, por más que se pusieron tristes al enterarse de mi salida del seminario; y esa generosidad de esta gente fue la que me llevó a querer enseñar a otros lo aprendido en el seminario, porque es algo que siempre he creído, desde muy niño, mi mamá siempre nos enseñó a compartir lo que sabemos para un bien, algo que se afianzó más en mi ser cuando empecé a oír de un tal Sócrates en las clases de filosofía en la escuela, cosa que me apasionaba tanto como hoy lo hace el hecho de hacer el amor con las letras o simplemente con el cuerpo, niveles infinitos, donde el ser se desnuda a plenitud para darse al otro en totalidad, sin miedo ni vergüenza que gane, sin tonterías que nos alejen de la transparencia, el f vhonor, la verdad, la vida misma, porque es ahí donde se conoce al ser en plenitud; porque es esa -como más o menos lo manifestaría Gregorrio Marañón en el Perú en 1939- “la vía, directa y solitaria, que une entre sí a los corazones”.
De ese modo llegué a la parroquia con todas las ganas del mundo, una parroquia que no recuerdo su nombre, pero se encontraba ubicada en el Callao, cerca de Carmen de La Legua, paralela a una avenida que llaman Santa Rosa, que es el paradero que se encuentra en Elmer Faucett, un lugar que me hacía sentir fuera de Lima, aunque literalmente lo estaba, porque era el Callao, aunque para mí, en ese entonces, Lima y Callao eran lo mismo, y lo siguen siendo, porque están más conectados que la política y la corrupción en estos tiempos. Y ya una vez en la parroquia, como siempre suelo ser de perfil bajo, los primeros días me dignaba solo a analizar la palabra del cura en acción, así que me pidió que acolitara, luego de presentarme a los chicos y chicas de la parroquia, quienes me dieron una bienvenida entre sonrisas honestas e hipócritas, pues había desde los que por naturaleza sienten envidia ante los nuevos hasta los que sienten alegría por su llegada, y más que cuando les comentó que había sido seminarista de Lima, cosa que no me gustó en lo más mínimo, por más que fuera una innegable realidad, pues hubiera preferido mantener ese detalle en secreto, porque ya había tenido unos antecedentes no agradables en mi parroquia de origen con algunas chicas y no quería andar entre malas lenguas que solo se dedican a alucinar con un poco de revolución hormonal y la tonta idea de santidad que lo echan a uno solo por creer que uno quiere ser cura. Además, lastimosamente para mí y para buena suerte de ellas, en aquel momento yo todavía era un chico estéticamente simpático, todavía era flaco y tenía una figura y cara de santo, porque todavía no había conocido del todo el dulce pecado de vivir como adulto responsable.
En dicha parroquia estuve algunos meses (dos o tres), esperando el día de enseñar catequesis, que nunca llegó, porque en sí esa no era la intención del cura, sino de que yo volviera al seminario, pero en la diócesis del Callao, cosa que nunca fue mi intención, porque si había salido del seminario era porque no era lo mío, y definitivamente no lo era, y esa reflexión se lo debo principalmente a Efrén Geldres, quien como buen amigo me anunció sobre su salida del seminario, exponiéndome su discernimiento y dejándome pensando hasta el día de hoy, porque definitivamente tuvo razón y fue bastante honesto consigo mismo, cosa que es bueno de aprender y digno de admirar. Y así, al saber las intenciones del cura, porque en una conversación se le escapó, haciéndome saber que pronto comenzarían a postular o inscribirse los chicos al seminario y que debía intentarlo o algo así creo que fue, simplemente dije no, que no iba a seguir más en la parroquia, porque si él tiene esperanza de ello, yo no podrrría estar ahí, porque estaba en un grave error, porque eso no sucedería jamás, porque a mí me invitaron a dar catequesis, cosa que no sucedía, y no a postular al seminario, porque de haber sido así, jamás hubiera aceptado su invitación, porque no estaba en mis planes volver al seminario, porque esa era una etapa que había terminado. Y fue así que esa tarde me fui de la parroquia quedándome solo con los buenos recuerdos compartido con alguno de los chicos y chicas, sobre todo una tarde donde con Gustavo, Leo (aunque no es su nombre así, pero que grabé así porque es del mismo signo y día que yo) y otros dos chicos más que no recuerdo, pero creo que ambos eran Frank, empezamos a tocar y cantar algunas canciones románticas en las afueras de la casa parroquial, donde esa tarde que no recuerdo, pero que era cerca de una o dos o tres semanas para dejar los 17, mientras tocaba una canción de Jean Paul Strauss. Esa tarde nunca olvidaré, cuando el flash sale disparado de la cámara y captura el momento en que digo: “Quiero Ser Escritor”.
Después de eso volví a Las Nazarenas a contarle a Jean Pierre lo sucedido, porque él tenía más amistad que yo con el cura, para que no hubiera problemas después; y ahí el Padre Mario me invita a salir a acolitar con él y acepto sin problemas, de lo más normal, aunque era la primera vez que acolitaba en la Iglesia Las Nazarenas, cosa que me llenaba un tanto de orgullo por hacerlo, no porque fuera tan amante de los templos, sino porque la gente decía que era casi imposible, y en ese momento descubrí que nada es imposible cuando se tiene un buen amigo que te invita a hacerlo porque tiene el poder de hacerlo; y ahí comprendí que hay logros en la vida que no se logran en sí mismos, porque no son logros personales, sino de esa mano amiga que llega directa o indirectamente; y por esa razón es inútil sentirse orgulloso o vanagloriarse por actos o logros así, cosa que me hacía inclinarme inconscientemente ante una postura un tanto sartreana, porque finalmente rechazaría los premios o halagos en absoluto, porque desde ese entonces hasta ahora he podido notar que en mayoría las premiaciones solo son una contribución al ego y a la inacción, porque todo queda en una ceremonia para malgastar el dinero, contribuyendo a más de lo mismo a lo que desprecio de la caridad: como una forma de intentar aliviar el alma de toda la miseria humana, sintiéndose importante, cuando deberían sentirse iguales.
Luego de misa el Padre Mario me invita a conversar, alegre por volver a verme, pues había pensado que había desaparecido del planeta, cosa que normalmente suele decirme cada vez que nos volvemos a ver, porque en más de una ocasión suelo desaparecer de esa forma, ya sea porque me pierdo en los pensamientos y escritos y me olvido hasta de los míos o simplemente porque -como ahora- solo quiero nutrirme de la humanidad que me regala día a día mi familia mientras estoy con ellos, sobre todo con mis sobrinos y sobrinas, con quienes vuelvo a nacer y crecer toda las veces que me hacen falta.
Desde ese momento empezamos a tener una de las amistades más largas y admirables que tengo, porque su calidad humana para mí siempre es ejemplar y admirable, tanto que recuerdo que en ese momento le dije en jaque mate: “yo no pienso volver al seminario, esa no es mi intención”; y él solo reía, mientras me iba diciendo que no tenía de qué preocuparme, porque esa no era su intención, sino que lo ayudara en algunas misas y si gusto también fuéramos amigos, sin problemas ni compromiso de nada, porque finalmente esa es una decisión mía, no de él; cosa que valoré muchísimo hasta el día de hoy, porque siempre respetó mi decisión, por más que en algún momento no dudaba en bromearme, entre amigos y jodas, que yo volvería al seminario, solo porque sabía que la idea me molestaba al recordar la intención del cura del Callao, ese que no fue honesto, algo que me decepcionó siempre en una persona. Y fue así que terminé acolitando con él algunos días en Las Nazarenas, otras veces en el hospital Rebagliati, donde fue un tiempo capellán, y en una que otra iglesia, donde lo invitaban o llamaban a celebrar misa, así como también matrimonios, como el de Rubén Díaz Hartley con Patricia, donde acolité junto a Javier Cusihuamán y Pablo Contreras -si mal no recuerdo-, personas sencillas y nobles, con los que pude compartir un muy buen tiempo, y que me alegró conocer, porque fueron muy buenos tiempos, de grandes y nobles acciones sociales; pero, como siempre, siempre suelo alejarme de la gente, porque me canso de estar en grupo, pues lastimosamente desde siempre tengo una actitud bastante ermitaña, porque una vez que me canso de algo simplemente me alejo y me aíslo, me guardo en el silencio y la meditación para volver a empezar de cero o solo para retomar el camino desde donde tengo que continuar.
Un día el Padre Mario me invita a almorzar en su casa, bueno, la casa donde vivía en ese entonces, la casa del Clero. Ese día por casualidades de la vida me encuentro con Mons. Carlos García, a quien conocía y a quien el Padre Mario me lo vuelve a presentar. Conversamos un rato a solas, porque quería saber cómo me iba. No lo había vuelto a ver desde que salí del seminario, y por eso me dijo que le alegraba verme con el Padre Mario, porque era un buen hombre, cosa que me daba más confianza. Luego me preguntó si me encontraba trabajando o estudiando, cosa que le dije que no, porque ninguna de las dos hacía, y que solo estaba ayudando al Padre Mario, quien siempre me daba mi propina por ayudarle, y muchas veces buenas propinas, más allá de los pasajes. Entonces, Mons. Carlos me dijo si quería trabajar de sacristán en el Sagrario, la iglesia que estaba al costado de la Catedral de Lima, y le dije que sí, que no había problemas, porque era un trabajo que conocía y que me gustaba. Luego me dijo que empezara el fin de semana y me mencionó un nombre: David Cáceres, para mí un nombre bastante inolvidable, porque era el chico con el que mejor me llevaba desde antes de entrar al seminario, algo que me pareció bastante curioso, porque cuando ingresé al seminario esperaba verlo, porque para mí era un buen amigo, pero cuando ingresé él salía, y no lo había vuelvo a ver hasta ese fin de semana, ese fin que terminó siendo un mate de risa, porque con David nunca se puede andar serio, tanto así que jamás olvido un consejo que me dio cuando nos metieron en un problema de hurto de las limosnas, la secretaria del Sagrario, quien se fumaba las limosnas y donaciones hasta culparnos a nosotros, solo porque -según ella- éramos exseminaristas, y de los exseminaristas habría que dudar bastante, porque no eran hombres intachables, que por algo salieron o los echaron del seminario, decía alguna veces en una que otra conversación que sosteníamos con David y ella sobre algunos terceros que ambos recordábamos haber compartido momentos de amistad mientras estuvimos en el seminario.
“Ríete de la vida, hermano, porque finalmente la vida es así, hay días buenos y hay días malos, pero amargándonos no sacamos nada, por contrario, las cosas nos van peor, y a veces hasta lastimamos a los que están a nuestro lado, solo por nuestro hígaod, así que hay que reírnos de la vida, porque así nos va a ir mejor”, me decía David aquella vez que salíamos del Sagrario, asados por lo que la secretaria nos había mencionado: la supuesta desconfianza y culpabilidad de parte de Monseñor a nuestras personas, algo que en mí producía una profunda indignación, tan igual como en David, perro David siempre se reía, se burlaba de la vida, pensaba a ratos, pero se reía con tanta gracia que a veces contagiaba, al punto que está claro que el consejo me sirvió de mucho, tanto que es evidente que no le hice caso al 100%, aunque, finalmente gracias a ese muy buen consejo fui bajando mi carácter genocida, porque la ira se transformaba en mí en un león que devoraba a quien estuviera enfrente mío, mientras yo sin dudarlo un instante disparaba a quemarropa, tanto que la persona en ese momento lo primero que deseaba no era no haber dicho una mentira ni haberme ofendido, sino no haber nacido, porque mis palabras eran genocidas; y para suerte de muchos ese carácter de mal genio ya quedó reducido a un 30%, porque en el pasado era demasiado genocida, porque eran tiempos donde no conocía la sutileza de la poesía, pues solo la filosófica, porque solo era un tipo que dizque escribía versos de amor, más de amor romántico que religioso, pero dizque escribía poesía sin siquiera haber leído poesía en sí, salvo unos cuantos poemas que leían en la escuela y que había mirado en dos libros, casi mucho después de haber escrito la mayoría de mis libros ya publicados, simplemente porque la literatura siempre me aburría, incluso hasta hoy, me sigue pareciendo una paja mental, libros que sirven para escapar de la realidad en sí misma, es decir, conduciéndonos a ver la realidad como un producto de la imaginación y no de nuestra acción, y por ende somos sociedades inactivas e “individualistas” entre comillas, pura falacia del ser en sí, porque no existe ningún ser que se pertenezca a sí mismo sin ser de otros, no son invento de la nada, no son milagro de un Big Bang ni del barro hecho carne, que finalmente me parecen pajas mentales también, porque simplemente somos seres que vienen y viven en sociedad, desde nuestros padres que nos dan la existencia individual hasta la sociedad, lugar donde nos desarrollamos como ser individual, por ende, queramos o no, somos -como diría Aristóteles- “seres sociales”.
Debo confesar que cada vez que tengo la gran oportunidad de hablar con David, y digo gran no porque sea sobrado, sino porque es difícil que hablemos por nuestros tiempos y quehaceres, pero cada que nos vemos o hablamos siempre, siempre, siempre he indiscutiblemente terminamos riendo de esa pendejada de la secretaria del Sagrario, cosa que -en lo particular- me llevó a terminar mi amistad con Mons. Carlos García, porque por más que no nos echó, dudó de nuestra persona, y eso es un daño irreparable para mí, porque siempre, siempre puse mi palabra en valía, si decía algo era porque era, menos en asuntos delicados y de perjuicios a otros, nunca solía decir una mentira en esos aspectos, por más que algunas veces mentía en favor de otros ante algunas situaciones que escapaban de mis manos, y algunas veces a favor propio, casi nulas veces, porque era algo que no me gustaba en sí, lo veía demasiado pobre del ser, y por eso siempre terminaba alejándome de esa gente que no tenía valor en su palabra ni acción, porque esa gente me apestaba como me apestan los políticos en mayoría. Y así, finalmente Mons. Carlos tuvo que comprobarlo por sí mismo para recién dejar de tener duda de nosotros, cosa que a David le sudaba, porque como él siempre decía: “Yo tengo la conciencia tranquila y me importa un carajo lo que piensen los demás”, cosa que yo también lo creía, solo que con la diferencia de que era extremadamente intolerante a las pendejadas y peor a la duda de mi palabra y persona, cosa que me reventaba el hígado a tal punto de que hubiera incinerado todo la plaza de armas en ese momento, pero, felizmente David sin pensarlo ni dudarlo un solo momento me dio ese consejo, uno que en ese momento me haría reír hasta calmar mis demonios de la ira que andaban estallando a más no poder; y fue así como los dos nos salimos riendo del Sagrario rumbo a tomar nuestros correspondientes buses para volver a casa, siendo esa la última noche que estuvimos los dos en el Sagrario, retirándonos de la vida hasta una larga temporada sin vernos.
Recuerdo que después de ese acontecimiento no quería visitar al Padre Mario en la casa del Clero, porque sabía bien que iba a ser bastante intolerante con Mons. Carlos, porque la ira me explotaría misma bomba nuclear, debido a que no me gustó para nada que dudara de mi persona, razón por la cual cuando una vez me crucé con él en la capilla de la casa del Clero le terminé mandando a la mierda, literalmente, porque me dijo una tontería sobre mi vida, cosa que me producía un absoluto desacuerdo, porque él no podía saber más que yo sobre mi familia, porque en primer lugar jamás le tuve esa plena confianza como para abrirle todas mis cosas, como lo hice con mi buen amigo y hermano el Padre Mario, como para que él pudiera emitir sentencia de esa manera. Además, su situación o posición no era igual a la mía, porque pertenecemos a diversas circunstancias, razón por la cual no dudé en decirle: “Sabe qué Monseñor, usted puede pensar lo que quiera, pero no me va a venir a decir algo que no es, menos a mí, porque finalmente quien sabe la verdad soy yo y no usted; y, por ende, usted no puede afirmar una cosa que no es. Sabe qué, váyase a la mierda y no me joda”, fueron más o menos mis palabras en ese momento, algo que lo dije con toda la razón del mundo, sin importarme que eso llevara a que me quitara la media beca que había conseguido en Cepeban, donde también terminé mandando a rodar al director académico y todo por asumir algo que no era verdad, tomando conclusiones solo con lo que había visto aparentemente como tal, es decir, cuando me encontraba transcribiendo un centenar de poemas en hojas sueltas al primer cuaderno que transcribí al principio del Tomo I de mis obras completas, porque el hecho de que yo anduviera transcribiendo esos poemas no era indicio de que yo no quisiera hacer contabilidad, sino que esa era mi forma de esperar, haciendo algo en vez de no hacer nada; razón por la cual mi hígado no dudó en estallar cuando él afirmó de que yo no estaba haciendo nada y de que no tenía hojas contable, cosa que era realmente falso y yo ante las mentiras siempre fui demasiado intolerante, tanto que en ese momento alcé mi tono de voz superior al que él tenía para decirle: “¿Y usted cómo sabe que no tengo hojas? Si usted quiere saco mis hojas y lo pongo a la mesa y no hago absolutamente nada, porque no puedo avanzar porque la úntica que anda al día aquí es Sherezade, la única aplicada del salón, admirable mujer, muy noble. Y apenas terminé de decir eso me puse a sacar las hojas, medio ciento, los puse encima de mi carpeta y le dije: “Aquí están, ¿contento?”, e inmediatamente él se marchó sin decir una sola palabra, y de ese modo logré que se marchara de mi vista tal y como se marchó Mons. Carlos, a quien nunca más volví a ver desde ese momento, simplemente porque yo no lo toleraba más, e imagino que él también, aunque finalmente nunca se metió con la media beca, simplemente la terminé perdiendo porque me retiré, porque no siempre los bolsillos engordan como la de los políticos.
Finalmente, con David, luego de esa partida del Sagrario pudimos compartir algunos momentos más, cosa que me conduce a resaltar algunos momentos por su grandeza, como el día en el que me escribió para reunirnos, logrando visitarme en mi oficina, bueno, la oficina donde trabajaba y que era mía porque era solo yo el que trabaja ahí, llegando a mi oficina con la gran y emocionante noticia de que se iba a casar muy pronto y que le gustaría que conociera a su novia, quien si mal no recuerdo llegaría momento más tarde, tan igual como cuando llegó al altar el día de su boda, siempre después del novio, pero no para ir detrás de él, sino junto a él, cosa que me alegró infinitamente compartir con ellos, a tal punto de que si mal no recuerdo terminé escribiendo un dizque artículo o poema con fotos de su boda, porque en verdad me embriagué de alegría con ellos, porque momentos así no se comparte con cualquiera, y David siempre fue como un hermano, por más que no nos viéramos en tanto tiempo, siempre el cariño y la amistad se mantenía igual, tan igual como lo vivimos en el bautizo o baby shower de su primera hija, Alejandra, si mal no recuerdo su nombre; o la presentación de mi segundo libro: Te ama, Te reSa., donde llegó con la misma chispa de siempre, logrando robar algunas sonrisas con sus ocurrencias; y por eso debo confesar que mi gratitud ante David siempre será de gran alegría, porque su consejo me ayudo a mejorar muchísimo mi ser, porque de no haber sido por ese choque de amistad, quizás mi hígado estaría siendo un pequeño Hiroshima o Nagasaki, exterminando a todo aquel que estuviera a mi alrededor; pero gracias a él hoy puedo escribir de vez en cuando con un poco de sarcasmo y con la firme intención de reírme de la vida, casi como él me lo decía; y digo casi porque nunca suelo hacer caso a los consejos al 100%, siempre intento hacer las cosas mías para poder procesarlas, porque de lo contrario me sentiría un borrego haciendo caso a mi amo, cosa que no sucede en mí, porque soy amante de la duda filosófica, y por esa razón he llegado a la conclusión de que si bien es cierto no es bueno tener un hígado al 100% como antes lo tenía, también es necesario bajarle esos 70% que los desaparecí con el tiempo, esperando lograr llegar a otros 20% más para lograr el equilibrio perfecto de mi hígado, porque tampoco creo que deba llegar al 100%, porque es necesario e indispensable un 10% para poder eliminar algunos cuántos enemigos o seres que estorban en la existencia humana, gusanos lo llamaría un personaje de ánima que odia a todo el mundo, pero que lucha por la humanidad, tan igual como yo la suelo odiar cuando la veo sumergida en la mentira, esa mentira que me hace citar siempre a Alejandro Sanz cuando canta: “siempre la verdad, aunque le duela al universo”, para no morir en la miserable mentira, esa mentira que no nos permite vivir, vivir para ser y hacer; porque la mentira solo nos permite servir sin vivir.
Pucallpa, 15 de marzo de 2021 a las 20:45 horas
Pucallpa, 23 de marzo de 2021 a las 08:07 horas
Enviado por el autor.