A la mano de Dios (ll)

Autor: Hernán Alvarado

El conocido gol de «la mano de Dios», contra Inglaterra, despejó la recta final de Argentina hacia su segunda Copa Mundial (México, 1986). Sin embargo, se necesitó otro, también de Maradona, aún más increíble, llamado el «gol del siglo». Ambos descritos en la columna anterior. Aquí se reabre la reflexión ética que trajo a la mesa aquel primer gol mal habido.

Súper yo, el severo

Las declaraciones de Maradona al final de aquel memorable 2 a 1, fueron interpretadas de diversas maneras, en la mayoría de los casos conservando su ironía [1]. Algunos se las tomaron más literalmente y fundaron después la Iglesia maradoniana, en la ciudad de Rosario, el 30 de octubre de 1998. Esta religión posmoderna cuenta hoy con más de medio millón de seguidores en todo el mundo; se la considera paródica y tiene biblia, mandamientos, oraciones y rituales para honrar la memoria del «D10S», quien resucitó después de retirado, como si fuera un dios griego. La finalidad parece ser que la «pelota» no se manche y uno de los versos de su Credo reza: «El gol a los ingleses», que se considera un milagro. Lo más curioso es que no naciera de la fantástica narrativa de Alejandro Dolina.

Ahora bien, un gol con la mano es una trampa mayúscula. De ahí que validado como error o celebrado como milagro deja mucho qué decir. Los primeros que saltaron fueron los moralistas, que tanto creen en la pureza de los valores: ¡qué mal ejemplo!, gritaron a coro. El moralismo implica, verbigracia, que el mal no es solo el hecho, sino también el pensamiento, así que pensar en la mujer del prójimo es ser infiel.

El moralismo no respeta límite y cuanto más idealiza el valor, peor queda el ser humano de carne y hueso. Ningún ser humano, transeúnte entre cuna y tumba, alcanza plenamente sus ideales. De ahí que las mejores personas parezcan santas o sabias, incluso héroes o superhéroes. Pero cuanto más absoluto el valor, tanto más el número de infieles y pecadores. De ahí la paradoja del descubrimiento freudiano: las personas mejor portadas son más torturadas por su «conciencia moral» o «superyó», es decir, juzgan más severamente su comportamiento, comparado con la aspiración.

El absurdo moralista

Las contradicciones de ese moralismo caen por su propio peso. Puesto que «No hay santos que orinan», como dice el pueblo, casi ningún ser humano da la talla. Solo una selecta élite se considera a sí misma digna del estándar. Así hablaba Zaratustra [2]. O sea que el moralismo funciona como modelo de control y dominación para todos los que no pertenecen a la aristocracia del Olimpo y deben someterse, por tanto, a la «voluntad de poder» de los exaltados.

En el caso particular, es verdad que Maradona mete su mano izquierda, subrepticiamente, para ganarle el lance a esa leyenda que ya era Peter Leslie Shilton. Razón tenían sus compañeros en protestarle al árbitro. Pero también se sabe que una decisión arbitral, equivocada o no, es absoluta. Estrictamente hablando, no fue un gol «antirreglamentario». ¿Cuántas cosas han dejado pasar los referís? Después se validaron goles con la mano de William Gallas, Thierry Henry, Luis Suárez y Javier «Chicharito» Hernández. En suma, aquel gol no fue obra exclusiva de Maradona. Y aunque lo fuera, pedir perdón por ello hubiera sido «una estupidez», como él mismo lo dijera mucho después. Ahora que existe el VAR, los árbitros se equivocarán menos, pero el error no será desterrado. Algo que sería no solo imposible sino además inconveniente, porque el yerro es parte del encanto que tiene el deporte.

¿Y con cuál autoridad moral?

En un juego confrontativo, como el fútbol, ¿es más ético salir a empatar un partido que tratar de ganarlo con un gol amañado? Lo maravilloso del juego es que no cabe ni en sus propios límites, o sea que sus bordes también son flexibles y siguen en disputa. Quien no juega al filo de la regla posiblemente pierda; el fuera de juego ejemplifica, cotidianamente, ese desafío. Por eso, resulta ilógico juzgar las transgresiones lúdicas, como las de los interdictos culturales, desde una moral hipócrita y ajena. Por ejemplo, no puede juzgarlo una sociedad que sacraliza la ganancia del capitalista, quien extrae el excedente que producen los trabajadores productivos, mientras se roba el futuro de los niños con un sistema económica y ecológicamente insostenible con tal de enriquecerse a manos llenas. Aunque disimule aquella otra «mano invisible», que también se volvió famosa el siglo pasado, descubierta antaño por Adam Smith (1723-1790). Según él, no era la mano divina del rey la que repartía la riqueza, lo hacía el mercado, independientemente de cualquier intención, cual mecanismo impersonal y neutro. Aunque resulte sospechoso que el mercado haga más rico al rico y más pobre al pobre, el argumento asegura la apropiación privada de la riqueza social mientras amortigua la crítica a la dominación dada la desigualdad que sostiene, aunque no siempre logre contener la recurrente sublevación popular [3].

Entonces, Inglaterra, cuna del capitalismo, no tiene autoridad moral para juzgar un gol con la mano. Máxime si se considera que el imperialismo tiene el pillaje por móvil y nadie lo sabe mejor que los británicos. Por eso, el gol de Maradona pareció una revancha, porque el pueblo argentino sangraba otra vez por las Islas Malvinas, aún hoy bajo administración del Reino Unido. He ahí un rebote político inesperado de una acción deportiva semicasual.

Un juicio al sesgo

Sin embargo, queda en pie el cuestionamiento ético deportivo, porque ese gol contradice lo que se considera una competencia cortés, caballerosa o noble [4]. Esa jugada no es ejemplo de mejor actitud y la ética muerde ahí donde no se halla coherencia entre lo apreciado y practicado. Nadie puede evadir sus cuestionamientos, ningún jugador puede estar por encima del juego; como ninguna persona puede estar por encima de la ley.

Pero justo ahí es mejor suspender el juicio ético. Primero, por cortesía con un artista que merece descansar en paz; además, ningún juicio in absentia resulta solvente. Y segundo, porque al final vale más resaltar el gesto majestuoso de Edson Arantes do Nacimento, inclinado sobre la tumba del Pelusa, flores en mano; fotomontaje que se hizo viral porque porta un potente mensaje: quien honra a su adversario se dignifica a sí mismo. Hasta lo falso puede contener, entonces, una pizca de verdad, como igual puede haber cariño en la rivalidad. Por eso no hay ética sin discernimiento. En realidad, el rey Pelé envió una corona fúnebre a la Casa Rosada, con un epitafio para su amigo: «Dios le dio el genio, el mundo le dio su amor».

Notas:

[1] Diego dijo que ese gol fue «un poco con la cabeza y un poco con la mano de Dios».

[2] Alusión al famoso libro de Friedrich Nietzsche (1844-1900).

[3] Aunque Karl Marx (1818-1883), el mejor crítico del capitalismo, sabía bien que la norma jurídica es histórica; así que donde se considera jurídicamente válido apropiarse sistemáticamente de una parte del trabajo ajeno no hay robo sino astucia.

[4] Ya se había notado que los valores se imponen siguiendo un modelo aristocrático. Ver: Nietzsche, F. (2014). Genealogía de la moral. Un escrito polémico. Buenos Aires, Ediciones Lea. Kindle. Loc 369.

 

Publicación original en GAZeta Guatemala. Compartido con SURCOS por Hernán Alvarado.