Electricidad en la COP27: energía in-sostenible y más pobreza

Osvaldo Durán-Castro/ Sociólogo ITCR
FECON Costa Rica/Rivers for Climate Coalition

En un artículo anterior relacionado con el agua en la COP27 señalamos que dentro de los modelos sociales que rigen la economía mundial, es imposible cumplir objetivos de la Agenda 2030 como “6. Garantizar la disponibilidad y la gestión sostenible del agua y el saneamiento para todos” y “7. Asegurar el acceso a energías asequibles, fiables, sostenibles y modernas para todos”.  En este artículo revisamos algunos datos de pobreza y acceso o exclusión del servicio básico de electricidad.  Concluimos que no será posible garantizar ese servicio, mientras no se asuma que sin justicia social es imposible la justicia climática, y que las “energías limpias” nunca serán una solución efectiva si sólo resultan “sostenibles” en el norte y para las élites del mundo, gracias a la destrucción de los ecosistemas, principalmente en el sur.

MÁS REPRESAS, PERO MÁS POBRES SIN ELECTRICIDAD

Lejos de avanzar para cumplir los objetivos 6 y 7 de la Agenda 2030, los resultados del modelo social actual dan cuenta de la creciente inequidad que se refleja en el aumento de las fortunas de pocas personas y de empresas corporativas, frente a la pobreza de más de mil millones de personas que entre otras privaciones, no disponen del servicio básico de electricidad. Otro resultado catastrófico del modelo energético actual, aunque no divulgado ni aceptado, es el aumento de ecosistemas destruidos, mientas se sigue hablando de energías “verdes y sostenibles”. A pesar de esos desequilibrios insalvables del modelo, la Asociación Internacional de Energía Hidroeléctrica (IHA siglas en inglés), que realizó en 2021 su congreso mundial en Costa Rica, lleva un mensaje a la COP27, pidiendo “desbloquear las barreras para el desarrollo hidroeléctrico ahora”, y lanzan, entre otras demandas, “que las inversiones en hidroelectricidad sean incentivadas en mecanismos financieros y simplificación de licencias”.  Todo eso en contradicción directa de organizaciones y pueblos en todo mundo que ven la electricidad como parte de una matriz energética destructiva, violatoria de derechos humanos y aceleradora del cambio climático.

Darle acceso a electricidad a toda la gente y sobre todo a la más pobre, según sugiere el texto del objetivo 7, requiere un cambio social que implica sustituir las reglas del mercado por unas que garanticen equidad social, protección efectiva de los ecosistemas en la producción energética y la superación de la falacia de la hidroelectricidad como energía limpia y sostenible. Requiere también aumentar la investigación para el desarrollo de tecnologías limpias, o al menos de mínimo impacto destructivo.  Pero la equidad y la protección de los ecosistemas no son componentes del modelo actual.  A partir de estudios de organizaciones como las Naciones Unidas, ONU, y la Comisión económica para América Latina, CEPAL, podemos confirmar que desde hace décadas se aceleró la tendencia de los gobiernos, las corporaciones multinacionales y las empresas nacionales, hacia la inversión energética que da prioridad a la acumulación de riqueza.  La ONU ha reconocido que cerca de 1200 millones de personas en el mundo viven sin electricidad. Esto es más que notable y contradictorio pues el ritmo de producción de esta energía no se ha detenido en ningún momento y a ningún consumidor final se le regala, lo cual indica un flujo permanente de ganancias para las empresas estatales y privadas. La pregunta es para qué y para quiénes se genera energía, y particularmente electricidad.

Para cumplir el objetivo 7 de la Agenda 2030 lo mínimo esperable es que las personas tengan acceso a energía estable y con precios razonables de acuerdo con su condición socio económica.  Pero los datos indican que a pesar de que se siguen eliminando y deteriorando ecosistemas fundamentales para la vida en el planeta, como los ríos, el suelo, el subsuelo y el aire, la gente más pobre no tiene electricidad.  De acuerdo con el estudio “La energía en América Latina y el Caribe”, de mayo de 2022 de la CEPAL, en América Latina el acceso desigual a la electricidad está completamente marcado entre zonas urbanas y rurales y entre gente rica y pobre.  De la gente que integra el 20% más pobre de la población, un 12%, más de la mitad, no tiene acceso a la electricidad y si agregamos otro 20% de la población, resulta que 18 de cada 40 de las personas pobres viven sin electricidad.

Las evidencias son tristemente contundentes. Como es sabido durante la pandemia de la Covid 19 desmejoraron muchos indicadores de bienestar social.  En setiembre de 2022 la CEPAL indicó que en América Latina“…75 millones no tienen acceso a combustibles y tecnologías limpias para cocinar, lo que exacerbó la pobreza y vulnerabilidad durante y después de la pandemia.  Esta situación se puede ver agravada por el aumento de los precios de los combustibles fósiles en el contexto de la guerra en Ucrania”, como de hecho ha ocurrido.

No es de necios insistir en que será imposible vincular positivamente el servicio de electricidad con la calidad de vida de la gente, cuando la inequidad sigue creciendo y todas las crisis impactan negativamente, más rápido y más fuerte, a quienes viven en pobreza.  La Organización Panamericana de la Salud y la CEPAL (2020) en su “Informe Covid-19. Salud y economía: una convergencia necesaria para enfrentar el Covid-19 y retomar la senda hacia el desarrollo sostenible en América Latina y el Caribe”,  advirtieron sobre las repercusiones diferenciadas de la crisis entre pobres y no pobres, e incluso sobre los peores impactos para las mujeres pobres: “la crisis afectará más gravemente a las mujeres, ya que estas representan más del 60% de la mano de obra en los sectores de alojamiento y servicios de alimentación y el 72,8% de la fuerza de trabajo en el sector de la atención de la salud…”

Pero incluso, entre toda la gente pobre y las mujeres pobres, hay grupos sociales más vulnerados y excluidos como las poblaciones indígenas y afrodescendientes, quienes, además de la pobreza material, enfrentan muchas otras expresiones de discriminación, racismos y exclusión por su origen étnico, neocolonialismo cultural moderno, escaso y desigual acceso a la justicia, o a veces nulo.  En América Latina, según la CEPAL, “la proporción de la población indígena y afrodescendiente sin acceso a la electricidad, en promedio, duplica y, en algunos casos, triplica a la proporción respectiva de la población no indígena ni afrodescendiente”. 

La gente pobre no sólo es la que tiene menos acceso a la electricidad, si no que es también la que paga proporcionalmente una factura mucho mayor por la electricidad con respecto de sus ingresos y la que tiene menos acceso a tecnologías modernas.  Con mucho optimismo la CEPAL sigue llamando a los gobiernos a “invertir anualmente 2,6% del PIB regional durante los próximos 10 años -para- universalizar el acceso a los servicios básicos de agua potable, saneamiento y electricidad, sin dejar a nadie atrás”.  Particularmente “en el sector eléctrico, incluyendo la utilización de tecnología renovable (i.e. solar y eólica) en línea con las metas del ODS 7, se debe invertir un 1,3% anual del PIB regional durante 10 años”.  Pero estas inversiones, en el remoto caso que se implementaran, no servirán si no están orientadas asegurar que se logre el acceso de la gente más pobre a esos servicios.  De lo contrario, la brecha entre los que pueden derrochar energía, que son las élites de los países, y el resto de la población, se irá ensanchando cada vez más.

Otro factor que generalmente es presentado como un gran beneficio, es la generación de empleo en la construcción de proyectos energéticos en general y de las hidroeléctricas en particular.  Pero ese empleo puede fácilmente ser una trampa: es apenas temporal,  no necesariamente cumple con las normas de seguridad laboral de cada país, en muchos casos se hace por medio de subcontrataciones de empresas locales para evadir responsabilidades directas por parte de las empresas dueñas de los proyectos.  En fin, ninguno de estos empleos es “verde” ni “sostenible” ya que vulnera y destruye ecosistemas, y no resuelve la pobreza permanentemente.

EL MODELO SOCIAL ACTUAL NO ADMITE CAMBIOS POSITIVOS

Para asociar, en la práctica, la economía, la equidad y el cuidado de naturaleza, se requiere un cambio radical de visión; un cambio de paradigma, que permita re-inventar la matriz energética, y particularmente la hidroelectricidad.  No se trata prometer que la gente más pobre tendrá acceso al servicio de electricidad, pues el mercado no resuelve la desigualdad social ni cuida los ecosistemas.  Se requiere convertir la producción, distribución, almacenamiento y consumo final de la energía y de la electricidad, en servicios orientados a satisfacer las necesidades de la gente y no de los negocios.  Por esto es que las demandas fundamentales de organizaciones que integran Rivers for Climate Coalition, cuestionan estructuralmente los modelos de economía y de energías actuales y piden la “Prohibición de fondos comprometidos bajo el Acuerdo de París para la construcción de nuevas represas hidroeléctricas” y exigen a todos los países “eliminar nuevas represas hidroeléctricas de sus contribuciones determinadas a nivel nacional (NDC)”. En todo el mundo se está desarrollando una campaña con el lema “Los acuerdos climáticos no deberían apoyar las represas”, para pedirle a la ONU no incluir las hidroeléctricas bajo el “Mecanismo de Desarrollo Limpio (MDL)”, mediante el cual éstas “pueden vender créditos de carbono, también conocidos como Créditos Certificados de Reducción de Emisiones o CER”. Ya la ONU reconoció 1.965 represas en los MDL, y ésa es una línea que se debe revertir.

La electricidad siempre ha sido un detonador de destrucción de ecosistemas y a la vez de acumulación de riqueza, problemas que no se discuten en los foros oficiales ni empresariales. En países como Costa Rica donde casi el 100% de la población tiene acceso a la electricidad, uno de los problemas fundamentales es que una parte de la electricidad, la que producen las empresas privadas locales y extranjeras, no se genera en función de las necesidades de la sociedad, si no que es un negocio extremadamente lucrativo para un reducido segmento empresarial que sobrevive gracias a que desde hace más de 3 décadas, el Estado ha sido obligado a comprar su energía aunque la demanda esté satisfecha con la electricidad pública.  Pero además de los pagos elevados por esa electricidad privada, innecesaria, la riqueza de esos generadores se ha elevado con “sobre-pagos” que alcanzaron 23,8 millones de dólares en apenas 18 meses, entre diciembre de 2017 y mayo del 2019”.  Entre 2010 y 2018 el pago por electricidad privada fue de 2.049,00 millones de dólares, un monto en extremo elevado en la escala de la economía de Costa Rica.

Esas “estafas legales” ocurren también en cualquier otro país donde los negocios estén por encima del bienestar colectivo, del cuidado de las finanzas públicas y de la economía de las familias.  En agosto del 2021 se dio a conocer en Inglaterra, Francia y España que la empresa Iberdrola había vaciado el embalse de Ricobayo (en España) en medio de una de las peores sequías de la historia, con el fin de vender electricidad a precios exorbitantes, mientras la gente sucumbía de calor y tenía que pagar facturas de electricidad también exorbitantes.  Pero, además, “Iberdrola, el segundo mayor productor del país, drenó las presas en las provincias de Zamora y Cáceres en el oeste de España durante un período de unas pocas semanas para producir energía hidroeléctrica barata mientras el precio para los consumidores está en un nivel récord”.   Tanto en Costa Rica como España, y en todo el mundo, se sigue hablando de hidroelectricidad “sostenible y limpia”, mientras mueren los ríos y los ecosistemas, y se privilegian las fortunas de los generadores de electricidad sobre los intereses colectivos.

Tanto a nivel de países, como entre zonas urbanas y rurales y dentro de éstas, la electricidad es un indicador de inequidad social consolidado.  El acceso a la electricidad es un resultado que se construye en periodos largos, y así como en las últimas décadas, o desde siempre, ha sido imposible que las personas más pobres tengan acceso justo a la electricidad y a la energía en general, es improbable, cuando no imposible, que en los próximos años se cumpla el objetivo 7 de la agenda 2030.  La justicia climática global obliga a revisar y cambiar los patrones de producción industrializada de la energía y también implica que cada uno de los costos por destrucción ecológica y pérdidas sociales como los desplazamientos forzados, el acoso, la intimidación y hasta los asesinatos, sean reconocidos, juzgados, castigados y resarcidos.  También es indispensable resolver con justicia, y no desde el mercado, las preguntas para qué y para quiénes se genera y consume energía y electricidad.

Si en la COP27 se mantiene la dinámica de diálogos para reiterar la catástrofe climática real que vivimos, pero no se logran compromisos vinculantes y obligatorios para los países y corporaciones más contaminantes, “nada cambiará en Inglaterra, excepto el clima”, como dijo el escritor Oscar Wilde. Absolutamente nada cambiará en el mundo, excepto el clima para empeorar, y seguiremos avanzando hacia la debacle, pero con responsabilidades bien diferentes entre las élites que acumulan la riqueza de manera indecente y se ahogan en la opulencia, y la gente pobre sin energía, sin electricidad, sin salud y sin comida.  Revertir el curso de la crisis climática actual jamás será posible sin justicia social.  A pesar de las buenas intenciones de miles de personas, los discursos y hasta las protestas no detendrán el cambio climático. Eso será inviable sin un cambio de las actuales reglas de mercado y sin reconocer las responsabilidades diferenciadas en la destrucción del planeta.  No es tolerable un modelo global de supuestas “energías limpias” en el norte, que sólo resulta “sostenible” por la destrucción  de los ecosistemas, el desplazamiento de pueblos enteros, e incluso los asesinatos y la esclavitud moderna en el sur.