“Dónde empieza la niebla que te esconde? (Benedetti)
Manuel Hernández
La Ley Frankenstein de Empleo Público (LFEP),remendada y reconfigurada en los astilleros de la Sala Constitucional, estipuló que las relaciones de empleo de aquellas personas servidoras públicas, que desempeñan funciones administrativas, profesionales o técnicas, que sean exclusivas y excluyentes para el cumplimiento de las competencias constitucionales asignadas al Poder Legislativo, Poder Judicial, TSE y entes públicos con autonomía de gobierno u organizativa, según la determinación que realice la respectiva institución, no están sujetas a la gobernanza y rectoría de MIDEPLAN (art. 6 y siguientes).
La gobernanza y rectoría de la gestión de la relación de empleo público, constituye el núcleo duro de dicha ley, la cual le pone en bandeja de plata al Poder Ejecutivo, la intervención política y control de la gestión del empleo y salarios de las instituciones reguladas por la ley.
No obstante, únicamente aquellos poderes y entidades quedaron excluidos del ámbito de la rectoría política del emergente Leviatán, a pesar de que no fueron excluidas de la cobertura de la ley.
Amparándose en esa clausula de “salvaguarda” de ley, la Corte Suprema de Justicia definió, a finales de 2022, que todas y todos los funcionarios judiciales desempeñan funciones exclusivas y excluyentes, en orden al cumplimiento del cometido constitucional asignado al Poder Judicial.
Sin duda, una posición constitucional y políticamente correcta, que pone a buen resguardo la independencia del Poder Judicial y la división de poderes, consagrada en el artículo 9, 154 y 156 de la Constitución Política.
Por otra parte, los gobiernos locales no se quedaron rezagados, y en un aluvión de acuerdos de sus órganos jerárquicos supremos, también declararon que todas las personas funcionarias municipales realizan funciones exclusivas y excluyentes, sin las cuales no podrían cumplir su cometido constitucional.
Otra definición política y constitucionalmente correcta, fundamentada en el artículo 169 y 170 de la Constitución, cuya determinación fragua un poderoso dique contra la intromisión política del Ejecutivo.
Pero, hasta ahora, se echan de menos las determinaciones que le corresponde tomar al Poder Legislativo, TSE, Caja Costarricense de Seguro Social y las universidades públicas.
No deja de extrañar que a estas alturas, ya casi al cierre de la cuenta regresiva para que entre a regir aquella ley, los órganos supremos de las universidades aun no hayan tomado los acuerdos pertinentes.
No deja de sorprender por dos razones principales.
En primer lugar, porque las universidades se consideran la conciencia lúcida de la patria. Esta conciencia crítica implica un compromiso con el pueblo, con el sistema democrático, la soberanía nacional, el desarrollo económico, social y cultural del país, contra cuyos valores y principios del Estado Social y Democrático se vuelve la Ley de Empleo Público.
En segundo lugar, porque las universidades tienen un nivel de autonomía plena, no sólo de gobierno, sino también organizativa, de conformidad con el artículo 78, 84 y 85 de la Constitución Política.
La jurisprudencia constitucional ha desarrollado los alcances de esta autonomía, la cual estableció, desde muy temprano, que comprende el “poder reglamentario (autónomo y de ejecución); pueden autoestructurarse, repartir sus competencias dentro del ámbito interno del ente, desconcentrarse en lo jurídicamente posible y lícito, regular el servicio que prestan y decidir libremente sobre su personal (Voto de Sala Constitucional No.495-92, N° 1313-93, que destacan entre los primeros votos que abordaron este tema).
La autonomía de las universidades fue enérgicamente defendida por los más preclaros constituyentes.
En una brillante intervención, el diputado Baudrit Solera, manifestó: “Ya lo dije, sino estuviéramos viviendo el régimen actual, la Universidad habría desaparecido, o bien se hubiera convertido en una dócil dependencia del Poder Ejecutivo.”
Estas premonitorias palabras del exrector de la Universidad de Costa Rica, no podrían tener más resonancia contemporánea y vigencia, que hoy día, en que se pretende degradar a las universidades públicas en simples y sumisos despachos administrativos de MIDEPLAN.
Por estas significativas razones, a punto del banderazo de salida de la Ley Frankenstein, aunque nada esté preparado, la falta de definición de las universidades, no solo sorprende, sino que, además, preocupa, porque se mantiene a los y las trabajadoras universitarias, en total incertidumbre, a contrapelo del principio de seguridad jurídica, un principio elemental del Estado de Derecho.
Entonces, en este escenario tan incierto y prudencialmente reservado, cualquiera se pregunta: ¿cuáles serán las cábalas que están haciendo los ilustres académicos, a quienes les compete resolver esta histórica y relevante cuestión?
¿Cuál oráculo, en los campus universitarios, están invocando para tomar la decisión correcta?
¿Será que a los académicos no los deja dormir tranquilos la crispación del Presidente de la República, quien públicamente manifestó su inconformidad con los acuerdos adoptados por el Poder Judicial y las Municipalidades?
Los consistorios universitarios no pueden seguir esperando que se aclaren los nublados del día.
Ya no pueden, ni deben, continuar amurallados en el claustro, dándole más largas a la determinación que está urgiendo la comunidad universitaria, y más allá, que exige la sociedad costarricense, porque las universidades públicas son del pueblo.
Los rectores y los consejos universitarios no pueden defraudar a Rodrigo Facio Brenes, Baudrit Solera, que, con tanta lucidez y consecuencia, defendieron un principio de nuestro ordenamiento democrático, que ahora está en el ojo de la tormenta: la autonomía universitaria.
Las universidades públicas, mucho menos, podrían dejar de tomar la determinación histórica, política y constitucionalmente correcta, aunque la hayan postergado.
Lucem aspicio.