La trampa de la diversidad: inclusión sin comunidad en tiempos de híperindividualismo
Mauricio Ramírez Núñez
Académico
Vivimos en una época en la que la inclusión, la diversidad y el respeto a las diferencias se han convertido en banderas incuestionables del discurso político, educativo y mediático, al menos en Occidente. Sin embargo, tras esta retórica aparentemente progresista, se esconde una transformación profunda que pocos ven y, en muchos casos, perversa del significado de lo colectivo y común. El discurso de la inclusión ya no construye comunidad: paradójicamente, la disuelve.
La diversidad, entendida como el reconocimiento de las diferencias, ha sido instrumentalizada para fortalecer una lógica de híperindividualización, donde el sujeto ya no se piensa como parte de un conjunto, sino como una entidad aislada, portadora de una identidad personal e intransferible, un triunfo innegable del liberalismo, sin lugar a dudas. En este nuevo paradigma, el “todos”, que en otros tiempos evocaba la noción de pueblo, clase, sociedad o comunidad, ha sido vaciado de contenido común para convertirse en una suma de particularidades irreconciliables, una sociedad atomizada por completo en nombre de la inclusión. En un lenguaje orwelliano, ese “todos” en realidad significa “cada uno por su cuenta”.
Pero antes de proseguir con mi argumento, es necesario hacer una aclaración dirigida a las mentes suspicaces que podrían apresurarse a tacharme de cavernícola: no estoy en contra de la diversidad. Todo lo contrario. La diversidad auténtica es una dimensión esencial de la condición humana y de la naturaleza misma, lo tengo absolutamente claro. Las sociedades humanas siempre han sido diversas: en lo cultural, lo lingüístico, lo espiritual, lo corporal, lo afectivo. Y esa diversidad, cuando se integra en un proyecto común, ha sido históricamente una fuente de riqueza, creatividad y transformación.
Lo que cuestiono con firmeza es el uso instrumental, distorsionado y perverso de la diversidad como táctica para desviar la atención de las verdaderas luchas ideológicas y de las grandes causas comunes de la humanidad. Se trata de una estrategia, conocida popularmente como cultura woke, que busca desarticular las formas de organización colectiva y aplicar modelos de ingeniería social con fines que no son ni humanistas ni realmente inclusivos. Todo lo contrario: su propósito último es erosionar el tejido social desde dentro, destruir los lazos comunitarios y, con ello, la soberanía misma de los pueblos.
La trampa radica en que esta exaltación de las diferencias no necesariamente se traduce en solidaridad, justicia o equidad. Por el contrario, muchas veces se convierte en una forma sofisticada de fragmentación social, disfrazada de sensibilidad cultural. Las luchas identitarias, aunque puedan ser legítimas, son cooptadas por el modelo neoliberal que las convierte en nichos de mercado, algoritmos de consumo o causas momentáneamente virales. Se promueve la visibilización, pero se evita la transformación estructural. Se exige reconocimiento, pero no redistribución. Se celebra la identidad, pero se olvida el vínculo.
Esta lógica opera en perfecta sintonía con lo que Zygmunt Bauman denominó “modernidad líquida”: un tiempo en el que las relaciones humanas, las identidades y los compromisos son frágiles, temporales y fácilmente reemplazables. En este contexto, la inclusión ya no es una apuesta por el nosotros, sino una forma de manipular la diversidad sin cuestionar el orden establecido. Se administran diferencias como si se tratara de productos culturales en exhibición, sin generar espacios reales de encuentro, conflicto constructivo o elaboración colectiva de sentido, eso es lo que menos les importa.
Así, el discurso de la inclusión puede operar como un sofisticado dispositivo de control. No es casual que provenga con tanta fuerza de las grandes potencias occidentales. Aunque hoy Estados Unidos parece haber tomado cierta distancia del tema, basta con revisar el papel de las administraciones demócratas, su política exterior y su retórica sobre la diversidad para comprender que, de emancipador o revolucionario, este enfoque tiene poco o nada. Se trata, en realidad, de una lógica que divide para visibilizar, visibiliza para pacificar, y pacifica para preservar el statu quo; en otras palabras, una estrategia de hegemonía pura y dura. En lugar de empoderar sujetos históricos capaces de transformar su realidad, fabrica consumidores identitarios encerrados en etiquetas. En vez de construir comunidad, produce burbujas cada vez más fragmentadas y fácilmente gestionables desde el poder. La izquierda cayó en este juego sin darse cuenta, y ahora no sabe, o no puede, salir de él. He aquí una manifestación más de la crisis del pensamiento moderno.
Ante este panorama, urge recuperar una política del nosotros. Una política que no niegue las diferencias, pero que las integre en un proyecto común. Una política que comprenda que la verdadera inclusión no es solo representar a todos, sino construir con todos. Que sepa que sin lazos no hay sociedad, y sin sociedad no hay emancipación posible. El desafío no es menor. Implica reconstruir los vínculos debilitados, recuperar el valor de lo público y reimaginar un horizonte compartido más allá del espejo de nuestras singularidades. Porque una sociedad no se construye solo con identidades reconocidas, sino con sujetos dispuestos a convivir, a solidarizarse y a luchar juntos por algo más grande que sí mismos.