Chris, Forjador de los Parques Nacionales

Freddy Pacheco León

Freddy Pacheco León

Cuando cierta vez leímos que el Benemérito de la Patria, Dr. José María Orozco, en medio de su formidable trabajo conservacionista, había propuesto en 1938, crear «un parque nacional. El primero de los que ha de reclamar el adelanto del país… en el monte del volcán Poás», como hoy lo conocemos luego de formalizarse como el primer parque nacional de Costa Rica, de verdad que valoramos su visión, reconocimos su esfuerzo y lo vimos desde entonces, como «Padre de los Parques Nacionales». Y lo vislumbramos así por haberse adelantado más de 20 años, a lo que luego se iría forjando en Costa Rica, como parte de una tendencia mundial, por lo que abogamos junto a otros ciudadanos (obviamente sin éxito) porque con su ilustre nombre se bautizara el Parque Nacional Volcán Poás.  Biólogo distinguido que también por esos años, propuso la creación de reservas naturales, la conversión de las islas San Lucas y Chira en sitios de conservación de especies forestales, y, por lo que es más conocido y admirado, por haber tenido el buen tino de escoger la guaria morada como Flor Nacional.

Pasó el tiempo y con el desarrollo de la ecología como ciencia, en momentos en que avanzaba la destrucción ambiental en el planeta y la preocupación ya provocaba reuniones internacionales, surgió una serie de costarricenses y científicos extranjeros especializados en temas ambientales, ocupados en la tarea urgente de crear áreas de conservación. Algunos, desde posiciones vinculadas a instituciones gubernamentales como el Ministerio de Agricultura y Ganadería (MAG), vieron la necesidad de avanzar en la preservación de, al menos, algo de la riqueza natural del país, cuyos bosques estaban siendo arrasados, a una tasa de deforestación que no tenía parangón a nivel mundial. Ello, entre otros, consecuencia de un concepto de «desarrollo», que consideraba la tala del bosque como una «mejora» que, incluso, propiciaba que se incentivara legalmente la destrucción de los “improductivos bosques”, por quienes consideraban que el país podría desarrollarse principalmente a partir de la ganadería extensiva y los monocultivos, cuya frontera se veía interrumpida por los árboles, arbustos, charrales, humedales, y todo lo que obstaculizaba, decían, el progreso nacional.

Pues bien, en medio de esa miopía circunstancial, hubo quienes, herederos de las iniciativas del Dr. Orozco, y en respuesta a la necesidad de contar con áreas de conservación que enfrentaran a los que efectivamente veían la destrucción como desarrollo, se ocuparon por preservar áreas del país. En esa carrera desigual, ¡había que crear parques nacionales y otras áreas de conservación!, pero no se sabía cómo acometer esa grandiosa tarea. Los recursos humanos y financieros, eran limitadísimos; lo que sí era inmensa, era la incomprensión hacia esa tarea marginal, improductiva, en un país que demandaba el cumplimiento de otras prioridades. El MAG estaba para fomentar la ganadería, aunque fuese extensiva, pues era fuente de divisas extranjeras que tanto necesitaba el país para pagar productos importados, para satisfacer ciertas necesidades. Y, por supuesto, para cultivar, ojalá productos de exportación, también generadores de divisas.

En medio de esa situación predominante, que aún persiste en algunas personas, estaban quienes hablaban de la necesidad de crear parques nacionales, sin saber cómo. Desde unos vetustos escritorios, rodeados de ingenieros agrónomos que de ecología no conocían ni su definición, se hablaba de ello, se pensaba qué hacer, pero no se avanzaba en forma significativa.

 Las ideas volaban, pero los recursos humanos y materiales escaseaban, y la experiencia era apenas incipiente.

Por otro lado, los doctores Joseph Tosi, Leslie Holdridge y Alexander Skutch, muy especialmente, con sede en el Centro Científico Tropical (CCT), ya para fines de la década del 60, gozaban del conocimiento técnico-científico necesario para tomar decisiones sólidas y bien fundamentadas, sobre cuáles áreas de Costa Rica podrían ir conformando ese ansiado conjunto de áreas de conservación, en general, y parques nacionales, en particular. Ya en el CCT se conocían las zonas de vida y ecosistemas excepcionales que habría que documentar en el terreno, pero llegar a ellos con equipos de funcionarios era casi imposible, empezando por las vías de comunicación casi inexistentes.

Así que había un gran pero que no parecía poder resolverse fácilmente. ¿Quiénes se aventurarían hasta los rincones más inaccesible, para, desde el terreno, desde los humedales, desde los bosques secos, desde las cavernas, desde los páramos, desde los arrecifes marinos, desde los sitios arqueológicos, desde los grandes bosques, desde las playas con sus ecosistemas vegetales contiguos, desde las remotas playas en que anidan las tortugas marinas en ambas vertientes, sitios todos ellos remotos y de casi imposible acceso, en que habría de investigarse sus características biológicas y socioeconómicas, tomar notas, identificar especies, enfrentar peligros naturales y de personas hostiles, al tiempo que muy posiblemente, habría de enfrentar hambre y otros inconvenientes?

Se miraba alrededor y no se veía cómo resolver esa tarea imprescindible, fundamental, insustituible. No se contaba con siquiera carreteras rústicas, y en los lugares a estudiar, no había ni senderos que pudieran seguirse con seguridad, por lo que la ausencia de facilidades materiales, indiscutiblemente eran barreras casi infranqueables. Habría que emprender peligrosas caminatas, en lugares secos, boscosos y en pantanos, hasta quién sabría dónde, sin conocer los caminos de regreso, en medio de la incomprensión de dispersas comunidades que les mirarían con sumo recelo, pues temían por sus tierras casi todas adquiridas informalmente, por lo cual los extraños podrían andar como parte de las gestiones que les cuestionarían su presencia en ellas. ¿Quiénes se aventurarían?, reiteraban, y todo ello sin poder ganar un salario consecuente a la magna tarea.

Se reconocía que en Costa Rica no habría cómo conformar un equipo humano calificado, dispuesto a aceptar retos semejantes, con la energía y convicción necesarias, que garantizaran los resultados soñados, mientras los días, meses y años seguían pasando.

Mientras se cavilaba alrededor de esa casi imposible tarea, que estaba impidiendo avanzar sustancialmente en la creación de parques nacionales y otras áreas de conservación, se crea, prácticamente en el papel, en un rincón del MAG, un Servicio de Parques Nacionales, encargado de volcanes como el Poás, el Irazú, el Turrialba y otras áreas cercanas al valle central. Álvaro Ugalde y Mario Boza, cumplieron esa tarea y otras conexas, sin lograr avances significativos, pues aún dentro de los gobernantes, se expresaban contradicciones propias del desconocimiento sobre la importancia de preservar la riqueza natural. Ejemplo de ello, fue el proyecto de ley publicado en La Gaceta del 25 de diciembre de 1966, con que se pretendía alquilar la isla del Coco, por 40 años, por un colón al año, para un desarrollo turístico con capital alemán, aprobado así, con evidente entusiasmo, en comisión legislativa. La situación pues, no era fácil.

Mientras eso pasaba, allá en un pueblito rural estadounidense en la cuenca del río Misisipi, un muchacho que como niño había hecho «diabluras» en pro de la protección de especies silvestres, metiéndose en problemas con sus maestros y profesores, e incluso con su familia, se desarrollaba como un rebelde adolescente, quien no solo convirtió la bañera familiar en refugio temporal de tortugas, serpientes y renacuajos, sino que además protestó indignado por las ranas que habrían de ser disecadas en clases de laboratorio de biología. Luego, en «college», regresó a su hábitat las ardillas que su profesor había prometido no sacrificar como parte de un experimento, muchas veces sin sentido, como los que nosotros también vimos en la Universidad, sin que protestáramos como él sí lo hizo valientemente, a riesgo de ser expulsado de la institución.

Corría la década del 60, y las manifestaciones contra la masacre que Estados Unidos llevaba a cabo en el lejano Viet Nam, tampoco le fueron indiferentes. Su conciencia le impedía aceptar la quema de los bosques con una gasolina gelatinosa llamada napalm, y mucho menos, el dolor y muerte, de niños y adultos, mujeres y hombres, que los bombarderos B52 y las fuerzas terrestres, infringían a millones de civiles, por órdenes recibidas desde la Casa Blanca en Washington. Tan real fue su actitud, tan convincente, que no les quedó más que ubicarlo como «objetor de conciencia», lo que lo libró ser cómplice de esa criminal matanza, que tantas consecuencias físicas y psicológicas, paradójicamente, ha tenido para los entonces jóvenes que fueron forzados a participar de esa guerra injusta.

Deseoso de alejarse del ambiente racista y de represión que se vivía en muchas ciudades de los Estados Unidos en 1968, ese muchacho, casi adolescente, buscó el aire fresco y la naturaleza que ya había conocido meses antes y que añoraba, en un país centroamericano de gente amable, sin fuerzas armadas desde unas dos décadas antes, llamado Costa Rica. Y la oportunidad se le presentó, cuando se alistó en el Cuerpo de Paz, creado por el Congreso de los Estados Unidos en 1961, con el fin de que jóvenes voluntarios pudieran “promover la paz y la amistad mundial… bajo condiciones difíciles si es necesario”.

Así, con esa misión 13 muchachos voluntarios, entre ellos el muchacho rebelde con causa de que hablamos, el hoy Dr. Christopher Vaughan, llegó un día de 1971 al Aeropuerto Internacional El Coco, “armado” con dos cámaras fotográficas, compradas con lo ganado trabajando en una gasolinera en 1969, una mochila y su libreta de apuntes diarios, pero dispuesto a disfrutar del verdor del país del que se había enamorado, y de la paz y amabilidad que imperaba entre su gente.

No más llegando, y sin conocerlo, pero consciente de las grandes necesidades que estaban impidiendo avanzar en la creación de parques nacionales que el país requería, desde la dirección de parques nacionales en el Ministerio de Agricultura y Ganadería, el ingeniero agrónomo Mario Boza, en un papel le anotó cuál iría a ser su tarea: BUSCAR ÁREAS QUE PUDIERAN CONVERTIRSE EN PARQUES O RESERVAS. Para lo cual, por supuesto, debía hacer un inventario a nivel nacional para hallar áreas con características excepcionales o una zona de vida determinada, para luego escribir informes con los límites preliminares, planos, recursos, urgencia, estimación de costo de la tierra. Tarea seguramente pensada para un equipo multidisciplinario, pero que se le estaba planteando a él individualmente, cuando apenas estaba llegando al país.

Cuenta Chris en su extraordinario libro Parques nacionales de Costa Rica: su búsqueda en los 70”, “estaba horrorizado, pues mi tarea era descomunal”.

Como apoyo “de oficina” principalmente, contaba con el equipo científico del Centro Científico Tropical, Tosi, Holdridge, Skutch, y el naturalista Olof Wessberg, con quienes se reunía (principalmente con Tosi), para analizar sus apuntes y señalar tareas inmediatas, antes de partir de gira y a su regreso, después de literalmente, haber pasado hambre, soportado situaciones impensadas, desvelado muchas veces, bajo situaciones de incertidumbre frecuentes.

Pero fue tal el éxito logrado por Christopher Vaughan (Chris, como le conocemos sus amigos y discípulos) que no le importaban los sacrificios y penalidades vividas, ¡siempre sin quejarse ante nadie!, mientras caminaba por senderos de dantas, porque el baqueano estaba “de goma”; mientras se exponía a los enfrentamientos violentos que se deban por lucha de tierras entre campesinos y empresas poderosas como Osa Productos Forestales (OPF), principalmente en la península de Osa, donde luego se establecería el Parque Nacional Corcovado; por las inclemencias del tiempo en zonas de humedales con abundante fauna amenazante; mientras se alimentaba solo de atún enlatado y algunas galletas; mientras dormía en un rancho con alacranes por doquier que para evitar que se subieran a los camones, la patas se introducían en latas con agua; mientras las pulgas, las hormigas y otros insectos no lo abandonaban durante los días en que, con gran esfuerzo, trataba de cumplir bien su misión; mientras se encontraba en media selva con visitantes imprevistos como los felinos; mientras se vio comprometido a comer carne de puma y de danta, ofrecido por unos buenos vecinos, a los que no se les podía decir que no para que no lo vieran como un enemigo; mientras exhausto y empapado, tenía que meterse en su bolsa de dormir, dominado por el cansancio; mientras se quedó “varado” en un lejano lugar en espera de un bote, que irregularmente hacía recorridos hacia los destinos a los que esperaba llegar; mientras tenía que dejar escondida su moto en la maleza, ante la ausencia siquiera de un trillo que le permitiera seguir adelante.

¡Mas qué importan todas esas situaciones si veía, casi cotidianamente, cómo se iban creando los parques nacionales que, con su invaluable aporte, se estaban forjando!, y que, de otra manera, no se podrían haber creado.

“A finales de 1985, 19 de los 26 sitios que visité entre 1971 y 1974 estaban legalmente creados: nueve parques nacionales, un monumento nacional, cinco reservas biológicas, una reserva privada, una zona protectora y dos refugios nacionales de vida silvestre”, nos narra en su libro, por lo que no en vano, confiesa que esos años fueron los más emocionantes y gratificantes de mi vida”.

Pues si para Chris así fueron esos años, para nosotros los costarricenses, fueron una bendición. Leyendo el libro nos preguntábamos sobre lo que sería hoy el sistema de áreas de conservación en Costa Rica, que pasó de poco más de 33.000 hectáreas, a tener más de un millón trescientas mil hectáreas, si aquel muchacho de genuino espíritu conservacionista, jamás se hubiera enamorado de nuestro país. Si aquel joven voluntario del Cuerpo de Paz, hubiera rechazado las tareas monumentales que le asignaron, o si unas semanas después, hubiera dicho, comprensiblemente, ¡ya no puedo más!

No tenemos duda alguna, que esa lucha diaria de Chris, en contra de las motosierras, las hachas, los machetes, las escopetas, los tractores, que casi alcanzaban sus talones, se habría perdido sin su entrega a la conservación ambiental. Los grandes científicos y atentos administradores que recibían de él los informes muy completos, acompañados de cientos de fotografías valiosísimas (cientos de ellas copiadas generosamente en el citado libro), seguramente se maravillaban por el estupendo trabajo que, casi siempre solitario, realizaba ese joven amante de la naturaleza y, circunstancialmente, forjador de nuestros parques nacionales.

Por ello, y más, los costarricenses, y los amantes de la naturaleza de todo el planeta, tenemos una gigantesca deuda con Christopher Vaughan, aunque ni él la reconoce como tal, ni la está cobrando.

Lo único que seguramente estará pidiendo, es que no se considere que la obra está terminada, pues como vimos recientemente con el presidente Chaves, hay mucha ignorancia alrededor de los asuntos ambientales, cuando dijo sarcásticamente, que tiene un plan para Caño Negro que señalará “cuántos predios están en disputa, cuánta tierra hay que declarar refugio, para compensarle a las ranitas, las culebras y los venados”, para agregar, “Por ahí de los años 90 a alguien se le ocurrió la ocurrencia de ay, qué bonito, desde algún escritorio ahí en Zapote le echan la firma a un decreto ejecutivo…”. Si alguna vez leyera el libro publicado por la Editorial Tecnológica de Costa Rica, seguros estamos de que su criterio sería justo.

Finalmente, creemos que la obra de Chris habrá de continuarse, como tarea individual de todos los habitantes de esta tierra venerada. Solo así, saldaremos al menos un poquito la deuda que con él tenemos. Costa Rica sería muy diferente, hoy si aquel joven no hubiera venido a compartir sus anhelos y sueños en pro de la naturaleza. Si el “Forjador de los Parques Nacionales” no nos hubiera regalado, con su entrega desinteresada, ese valioso tesoro que honra a Costa Rica.