Rogelio Cedeño Castro (*)
La frase tantas, veces repetida por Óscar Arias Sánchez, de que durante el conflicto armado centroamericano de los años setenta y ochenta del siglo anterior, los centroamericanos ponían los muertos y las superpotencias ponían las armas, no es más que un lugar común o verdad a medias cuyos alcances convendría examinar, con especial cuidado y atención. Aquel no fue simplemente un conflicto más de la no tan fría guerra que libraron la URSS y los EUA, a lo largo de varias décadas; más bien, cabe destacar que las causas de ese conflicto fueron endógenas y será, desde ese ángulo que intentaremos reflexionar sobre lo ocurrido, durante el cuarto de siglo transcurrido desde que empezaron a ponerse en ejecución los acuerdos de Esquipulas.
El mero hecho del cese del fuego, con el que se pretende muchas veces poner fin a un largo y cruento conflicto bélico, dentro de una determinada área continental, no puede ser confundido con la construcción de una paz positiva y duradera, basada en la superación de las causas profundas que le dieron origen, a partir de acuerdos cuya materialización debe conducir a profundas transformaciones sociales, políticas y económicas dentro de las sociedades y naciones donde han tenido lugar los enfrentamientos armados. Ese y no otro es el caso de la escalada de los enfrentamientos armados que tuvo lugar en el istmo centroamericano, a lo largo de varias décadas, como consecuencia de los graves problemas de legitimidad del poder de las elites regionales, originados en la crisis profunda de las formas tradicionales de la dominación, la que se puso de manifiesto a partir de las crecientes demandas de participación democrática efectiva y de una redistribución de la riqueza, el conocimiento y el poder, las que fueron cobrando presencia e intensidad crecientes, a lo largo de las primeras décadas del siglo XX, en la conciencia y en el actuar de las grandes mayorías centroamericanas.
Debido lo anterior, puede afirmarse que los acuerdos de paz de Esquipulas, Guatemala firmados hace veinticinco años, en el mes de agosto de 1987, no trajeron la paz a la región centroamericana, puesto que de lo que se trató de la ejecución del plan maestro de una contrarrevolución blanda (ver nuestro libro La desmovilización militar en América Central. Dice Libro Editores San José Costa Rica 2008), ejecutado a contrapelo de la fórmula reaganiana de intervención militar directa de la armada estadounidense en todo el istmo, todo un plan político a partir de cuya paulatina materialización quedaron a salvo los intereses de las oligarquías centroamericanas, a pesar de algunos cambios cosméticos en las formas políticas de la dominación. De esta manera, se pasó de la era de las dictaduras militares y las formas más groseras de la dominación tradicional a unas democracias de baja intensidad, a las que calificamos de esa manera, empleando una especie de paráfrasis de las guerras de baja intensidad (Low intensity conflct) promovidas por el Pentágono Estadounidense, durante la década de los ochenta y noventa. Es decir, democracias formales, con periódicas consultas electorales, pero con la condición de que, a partir de sus resultados numéricos, no se vieran afectados los intereses de las viejas élites regionales, las que salieron fortalecidas y parcialmente relegitimadas, al ponerse fin a los enfrentamientos armados en el transcurso de la década de los 1990.
El incumplimiento constante y reiterado de los acuerdos de paz en materia de derechos humanos, en su dimensión política, para no hablar de los de carácter económico y social que tienen sumida a la región en la violencia y la miseria más degradantes y extendidas, fueron una parte esencial de esa gran mentira que buscaba no sólo mantener intacto del statu quo regional, sino que a acentuar las políticas neoliberales en beneficio de ciertos intereses locales y con preferencia, en beneficio de algunas empresas transnacionales, lanzadas al saqueo de los recursos naturales. La impunidad para los criminales de guerra, en su mayoría integrantes de las fuerzas armadas de cada país y de algunos cuerpos paramilitares fue la nota dominante, a lo largo de las más de dos décadas transcurridas desde el inicio de la materialización del llamado plan de paz regional, habiendo sido llevados a juicio sólo unos pocos de los responsables. El reciente golpe empresarial-militar en Honduras, del mes junio de 2009, ejecutado en uno de los países más violentos del mundo, lugar que disputaba con El Salvador, no ha sido otra cosa que una exacerbación de las mismas políticas sociales y económicas, impulsadas por quienes consideran que ellos ganaron -por así decirlo- el conflicto armado, fue el inicio de una grave sucesión de eventos, caracterizados por su secuela de asesinatos sistemáticos de dirigentes populares, periodistas y funcionarios del derrocado gobierno del presidente Manuel Zelaya , todo ello dentro de la misma visión totalitaria de las derechas regionales y de la administración estadounidense de los Obama-Clinton, en su afán de recuperar el control de su patio trasero que se ha visto reducido, en cierta medida, en algunos países situados el sur del continente.
La otra cara de esta contrarrevolución blanda, hábilmente impulsada y ejecutada por la figura más relevante del régimen de la dictadura en democracia, a quien por estos días de conmemoración de los Acuerdos de Esquipulas, Guatemala, del mes de agosto de 1987, se ha pretendido canonizar por parte de algunos de sus más notables corifeos, ha sido la ejecución de los planes del Consenso de Washington con su acelerada destrucción regional del Estado de Bienestar Social o Welfare State. Todo ello con el propósito de hacer retornar a las mayorías centroamericanas, obreras y campesinas, por no decir incluso a muchos sectores empresariales, a las condiciones de vida de por lo menos un siglo hacia atrás, en vísperas de lo conoce ahora como la Primera Guerra Mundial (1914-1918), sin organizaciones sindicales, seguridad social, prestaciones, pago de riesgos del trabajo y otras conquistas sociales no menos importantes por las que hubo que luchar hasta con pérdida de vidas, de manera heroica y tenaz, a lo largo de las primeras décadas del siglo anterior.
El plan de paz de Óscar Arias Sánchez, para el caso de Costa Rica, una nación que tuvo participación indirecta en el conflicto armado fue apenas una fachada para la intensificación de las políticas neoliberales, con estrategias de mediano y largo plazo para acabar con instituciones como la Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS) y el Instituto Costarricense de Electricidad (ICE). Durante ese período se bajó el aporte del estado a la caja del seguro social del 3.25 al 0.25 y se comenzó a pagar esa mermada aportación en bonos, de baja denominación y redimibles hasta por períodos de quince años (Ver el libro de Luis Alberto Jaén Martínez El gran asalto del PLUSC al seguro social San José Costa Rica 2011), de ahí en adelante la estrategia de la contrarrevolución blanda, caracterizada por el saqueo de los fondos públicos y su mala administración, se basó en la negativa a comprar equipos médicos para favorecer la contratación de servicios con las clínicas privadas (católica y bíblica que empezaron a crecer de manera monstruosa, como un buen negocio para los integrantes de las elites del poder en Costa Rica), las compras irregulares y fraudulentas (préstamo español y finlandés, a comienzos de la primera década del nuevo siglo) y un deterioro generalizado de los servicios públicos de salud, dentro de lo que constituye otra forma de la guerra contra el enemigo interno , dicho de otro modo la población o los habitantes del propio país. La destrucción sistemática del ICE, a partir de proyectos como el Combo Energético del ICE del año 2000 o la reciente apertura en el campo de las telecomunicaciones, ejecutada a partir de la mal llamada agenda de implementación del Tratado de Libre comercio con los Estados Unidos (TLC-CAEU-RD), también fueron parte de estas estrategias de la contrarrevolución blanda, dentro de su rostro social y económico, el que convendría analizar y estudiar con detenimiento.
Tal y como habíamos señalado en nuestro libro La desmovilización militar en América Central, al que habíamos hecho mención supra, las presuntas políticas de paz llevadas a cabo en el istmo marcharon a contrapelo de lo que había indicado el economista inglés John Maynard Keynes , integrante de la delegación de Inglaterra en la conferencia de paz de Versalles de 1919-1920, en relación con la reconstrucción del tejido social europeo después del primer conflicto bélico, a escala mundial, cosa que no de no hacerse (tal y como ocurrió) llevaría a otro conflagración armada, al condenar a Alemania y Austria al pago de indemnizaciones de guerra a los vencedores. Las políticas económicas y sociales de shock, en el mejor estilo del neoliberal /neoconservador Consenso de Washington, no fueron otra cosa que la continuación de la guerra por otros medios, sólo que, en contra de los vencidos, en este caso las grandes mayorías empobrecidas que habitan en el istmo centroamericano, lo que ha traído una exacerbación de otras expresiones de la violencia en la región, articuladas en las maras y toda clase de organizaciones del crimen organizado. En síntesis, el engaño de una paz que nunca fue otra cosa que un espectáculo para la platea de incautos, en ciertos casos o de interesados cortesanos, en otros.
(*) Catedrático de la UNA.