Abelardo Morales-Gamboa, UNA
El fascismo sigue siendo una amenaza a la supervivencia de la civilización humana, pero perdemos conciencia de ello porque su energía no consiste en el uso irracional de la fuerza, como la forma mediante la cual se imponen todos los autoritarismos y totalitarismos, sino en el uso de las ideologías y, a través de ellas, el encantamiento y control cultural de las masas. Sus procedimientos son sutiles, atrayentes y capaces de internalizarse hasta en los espíritus más nobles.
Las expresiones que asume el fascismo en el siglo XXI, según lo ha mostrado William I. Robinson en varias de sus investigaciones académicas, no son ajenas a las características del capitalismo globalizado y, por lo tanto, a los intereses de algunas élites empresariales y de las corporaciones. Producir fascismo es negocio y ganar con el fascismo lo puede ser aún más. Por eso no lo podemos considerar un fenómeno “anormal” de la dinámica histórica presente, sino uno de sus resultados probables. Manifestaciones de ello se suceden alrededor del planeta y no aparecen necesariamente en sociedades políticamente atrasadas: varios países de Europa, Estados Unidos y América Latina, donde occidente sembró sus civilizaciones nor atlánticas y donde las instituciones reproducen las lógicas contradictorias del capitalismo: entre la prometida democracia y los intereses particulares de la dominación en crisis se dan muestras abundantes y recientes.
Contribuir y asumir la destrucción de las instituciones que instaló la modernidad civilizatoria de occidente figura entre las cuestiones de las cuales se encargará el fascismo al asumir su lugar en ese juego de contradicciones intercapitalistas luego del fracaso del comunismo. Para ello, aquel no se presenta revelando sus vestiduras, sino enarbolando los estandartes de la salvación, los emblemas mesiánicos, narrativas plagadas de populismo conservador, de la restauración patriarcal o, incluso, las promesas de sabios profetas del mercado.
La crisis de las instituciones, como la crisis del mercado, son provocadas por las contradicciones y fracturas del sistema social y de la economía capitalista. La falta de oportunidades y la desigualdad que produce un sistema capitalista en crisis se disfraza como una falla de las instituciones. Aunque en parte adquieren vida propia, el trasfondo de la institucionalidad está en el resguardo de un régimen social, del sistema de poder y de los aparatos mediante los cuales opera la dominación política y el control social. Estas gozan de legitimidad cuando expresan y responden a las necesidades y expectativas de las masas y cuando, de esa manera, contribuyen al mismo tiempo al resguardo de los intereses económicos y proyectos de dominación de las élites. Es decir, cuando adquieren una función estratégica en la creación de contrapesos sociales y políticos frente a los grandes desbalances de la dominación.
No son los promotores del mesianismo fascista quienes producen la crisis de las instituciones, pero aquellos se fortalecen con ella. Cuando se dan las fracturas de las instituciones políticas, sociales y culturales, del sistema de justicia, de la cultura cívica y la educación, se produce un estado de desamparo social y de abandono que es percibido por las masas como traición. Los mismos voceros del sistema previamente han propagado la idea de que los responsables de la perversión de las instituciones son los funcionarios que, ciertamente, en algunos casos gozan de privilegios que resultan desmedidos, y de esa forma ya el negocio está hecho. La tarea es el combate a ese enemigo.
Así, surge el momento en que el mismo mercado lanza su misión salvadora bajo el lema “yo me como la bronca”, con un ataque articulado a las instituciones en crisis, a sus funcionarios e, incluso, a los beneficiarios a los que identifica como parásitos, (“la señora lleva los niños a la guardería pública para poder ver la telenovela”) no para resolver la crisis sino para derribar las instituciones y acabar con su función legitimadora del orden social y, por lo tanto, su costo fiscal. Es lo que, desde la teoría revolucionaria, haría un proyecto de cambio, para restaurar la legitimidad de las instituciones creando un nuevo régimen institucional, pero dada la crisis de promesas históricas que gocen de legitimidad entre la población, la sociedad queda a merced de los francotiradores o talibanes anti institucionales.
El camino no es matar al mensajero. No se debe aceptar a secas que el ataque a una u otra institución sea responsabilidad individual de un tipo díscolo que no se ha educado en las maneras de correctas del discurso político, como no lo fueron Trump, Bolsanaro y la dirigencia de Vox en España. Las formas del discurso político no importan, son parte de la ruptura y saben que sus narrativas pueden colonizar la voluntad de masas furibundas y poco educadas. Tienen el fuego para el pasto seco y ofrecen poner orden en el capitalismo postpandémico.