Costa Rica y el FMI: Las ideas zombis y el camino al infierno

Luis Paulino Vargas Solís
Economista
Directo CICDE-UNED

Primera parte: intocabilidades y ausencias

El objetivo de este ensayo es ofrecer un análisis del Plan para superar el impacto fiscal de la pandemia: propuesta para negociar con el FMI” (al cual en adelante me referiré simplemente como el Plan), que el gobierno de Carlos Alvarado ha presentado recientemente. Trato así de ofrecer criterios de discernimiento crítico en relación con sus contenidos y propuestas, y procuro, al mismo tiempo, poner algunas bases desde las cuales tratar de avanzar hacia la formulación de propuestas alternativas, animadas por el interés de subsanar las deficiencias principales de que este Plan adolece.

Antes, sin embargo, es importante dejar sentado lo que, en todo caso, debería ser obvio: Costa Rica enfrenta una muy deteriorada situación económica, erizada de múltiples riesgos, y la cual conlleva -he ahí el aspecto principal- consecuencias humanas y sociales muy graves. La dignidad de muchas personas y familias está siendo duramente lastimada, y la paz social está en grave riesgo. Para salir de esto es indispensable tener disposición para el diálogo, y mucha generosidad y desprendimiento. La solidaridad con quienes más sufren es tan necesaria, como el reconocimiento de que esta crisis exige sacrificio y disciplina, pero también un reparto equitativo de ese sacrificio. Pero, sobre todo, hay que tener claro que ese esfuerzo y ese sacrificio son solo el punto de partida, y no deben ir más allá de lo que sea estrictamente necesario. No hemos nacido para sufrir, ni tampoco podemos permitir que Costa Rica sea un país donde deba imponerse la infelicidad. Todo lo contrario más bien: merecemos dignificación, bienestar, paz y esperanza, y esta crisis debe desembocar justo en eso.

Distinto a lo que plantea la economía ortodoxa, no es a través de la destrucción que surgirá un mundo mejor. Tenemos el deber de superar la crisis superando nuestras debilidades, lo cual entraña un esfuerzo de construcción e innovación: echar músculo en el gimnasio en vez de martirizarnos con dietas debilitantes; construir en forma mancomunada una economía de alta productividad, en vez de lanzarnos en el azar incierto de un libre mercado sin brújula ni dirección; fortalecer nuestro tejido social desde la equidad, no desbaratarlo con el ácido disolvente del egoísmo y la avaricia.

  1. Los intocables

Para empezar a examinar este Plan, le sugiero a usted ubicar en la página 19, las proyecciones fiscales que el Ministerio de Hacienda presenta. Para 2020 se anticipa un déficit del 9,3% como proporción del Producto Interno Bruto (PIB), y 8,1% para 2021. Notoriamente la mayor parte de ese déficit corresponde a pagos de intereses: 5,3% del PIB en 2020 y 5,6% en 2021.

No obstante lo anterior, cuando usted revisa las diversas propuestas de política que se formulan, no hay una sola que intenté incidir directamente sobre los pagos por intereses. Se nos da a entender en la página 22, que las medidas propuestas tendrían como efecto indirecto -eso esperan las autoridades- una reducción de los intereses. Pero ello pende de supuestos que, aunque implícitos, se adivina como realmente heroicos.

Que se renuncie a cualquier intento destinado explícitamente a reducir las tasas de interés sobre la deuda, va de la mano con la renuncia a cualquier acción que busque actuar sobre la propia deuda. Podría ser la auditoria de la deuda, según la fórmula favorita de alguna gente, que es, por supuesto, una alternativa que debería considerarse. Podría ser algo más pedestre, pero más pragmático y eficaz: su renegociación, al menos en lo que corresponde a la deuda interna, que todavía representa alrededor del 77% del total de la deuda del Gobierno Central. Considérese, además, que alrededor del 45% de esa deuda interna está en el propio sector público y que, en lo que al sector privado se refiere, solamente un 4% del total de la deuda se encuentra en manos de “no residentes”, todo lo cual debería facilitar cualquier posible renegociación.

Pero, en fin, parece que aquí está presente lo que Piketty llamada “ideología propietarista”[1], es decir, esa ideología que sacraliza la propiedad privada al punto de subordinar cualquier otro valor a su protección. Pero en este caso estamos en presencia de una versión particularmente estrecha de esa ideología, de sesgo rentístico, es decir, de santificación de los sectores que usufructúan de una renta. En resumen: tocar la deuda pareciera ser considerado sacrílego. Ni siquiera la que está colocada en las propias instituciones públicas, quizá por el temor morboso que eso les suscita, por aquello de que, una vez se ha empezado, luego no se sabe adónde podría llegarse…

O sea, y en resumen, la parte principal del déficit -los pagos por intereses- no se toca. Ello delimita el resto y, en medida apreciable, define el tono de la propuesta en su conjunto.

Resulta entonces que la cuestión queda entonces claramente enfocada en el llamado “déficit primario”, es decir, en el balance neto de gastos e ingresos sin considerar pagos por intereses. Siendo estos intocables, el golpe se carga a lo demás. Lo que parece ser una fórmula técnica, esconde en realidad una treta ideológica: el sector rentista que rentabiliza su capital invirtiendo en bonos de deuda pública, tiene buenas razones para no pasar una noche insomne.

Y es llamativo que siendo que tanta gente le prestan tan grande atención al problema de la equidad, raramente se mencionan las implicaciones que los pagos por intereses tienen. A decir verdad, ese es hoy un poderoso mecanismo de redistribución regresiva de la riqueza, puesto que, si excluimos fondos de pensiones, cooperativas y mutuales, donde los beneficios quedan más repartidos, hay alrededor de un 45% de la deuda que muy probablemente está en manos de gente muy solvente.

  1. Reactivación económica: la gran ausente

Cuando para este año, según las estimaciones del Banco Central, se anticipa un desplome de la economía en el orden del -5%, y siendo que el desempleo escala alturas de verdadero cataclismo, esa debería ser una cuestión absolutamente prioritaria. No lo es, sin embargo. Más aún: en este Plan no es lo es del todo.

Si bien la palabra “reactivación” aparece varias veces a lo largo del documento, solo hay dos partes donde, de forma explícita o indirecta, se abordan cuestiones relevantes para esa discusión.

En la página 22 se asume explícitamente la tesis de la “austeridad expansiva”, es decir, la idea según la cual aplicar un severo programa de austeridad fiscal como el que aquí se propone, redunda, no en un retroceso de la economía, sino en un mayor dinamismo y crecimiento de ésta. El argumento que se ofrece es básicamente el siguiente: la “consolidación fiscal” permitirá reducir las necesidades de financiamiento del sector público, de una forma tal que disminuirá considerablemente su presión sobre los mercados financieros, lo cual traerá reducción de las tasas de interés, reanimación del crédito y relanzamiento de la inversión de las empresas.

Las premisas que subyacen a este argumento son tan disparatadas, que por ello mismo es imposible tomárselo en serio.

Primero, es una idea que parte de una tesis errónea, que la investigación económica más avanzada ha superado, pero que es una idea zombi fuertemente arraigada en la mente de la gran mayoría de economistas costarricenses: la tesis de los “fondos prestables”, y quizá, de forma subrepticia (aunque eso es menos claro), la tesis de la “equivalencia ricardiana”. Omito detalles al respecto, aunque recomiendo buscar referencias al debate entre Paul Krugman y Steve Keen [2], en el que la tesis ortodoxa del primero recibió un severo varapalo por parte del segundo.[3]

Pero, en todo caso, la hipótesis que se ofrece es realmente intrépida. Se admite implícitamente, pero de forma muy clara, que el proceso de “consolidación fiscal” tiene, en lo inmediato, efectos recesivos, no obstante lo cual se propone que, en un segundo momento, el cual debería darse en un plazo muy corto, ello repercutirá en una baja en las tasas de interés que permitirá relanzar la economía. Pero lo cierto es que la llamada consolidación se dará sobre el telón de fondo de una economía deprimida, y al agudizar esa condición depresiva inevitablemente deteriorará aún más, la ya muy abollada y maltrecha confianza de las personas consumidoras y del empresariado. De modo que, aún si somos sumamente optimistas, y suponemos que en efecto se da una baja apreciable de las tasas de interés, lo realista es suponer que ello no tendrá ninguna incidencia significativa ni sobre el consumo de las familias ni sobre la inversión empresarial, ni, por lo tanto, tendría ninguna posibilidad de reanimar la economía de forma significativa.

Desde luego, cabe la posibilidad de que, dentro de los términos poco preciso del planteamiento que se nos ofrece, se esté pensando -pero sin decirlo- en plazos muy extendidos, de al menos varios años en el futuro, al cabo de los cuales, y finalmente, la magia habrá echo efecto. Pero, de ser ese el caso, esta gente se haría merecedora a que los centenares de miles de personas que sufren hoy la pandemia del desempleo, les exijan su renuncia inmediata.

En resumen: cuando la economía está sumida en un hueco depresivo, la política monetaria vía tasas de interés es ineficaz y, en el mejor de los casos, solo tienen efectos muy lentos y tardados. Para los centenares de miles de personas que sufren privaciones, a consecuencia de tener que sobrellevar situaciones de desempleo y subempleo, eso, menos que una solución, es más bien un insulto.

El tema de la reactivación reaparece en el programa de inversión pública que se presenta en la página 56, y al cual explícitamente se le atribuyen un cierto potencial de reactivación de la economía y generación de empleos. Se incluye aquí el satanizado tren eléctrico, lo cual remite a cuestiones de carácter político-ideológico que no me interese abordar aquí.

El monto total -incluido el famoso tren- ronda los $ 4 mil millones, alrededor ₡ 2,4 billones, o sea, poco menos del 7% del PIB. De entrada, pareciera un monto significativo, pero en realidad no lo es. Primero, recordemos que la reactivación es un asunto urgente, para ya mismo, puesto que la recesión y el desempleo son dolorosas realidades que se sufren hoy y ahora. Hablar de reactivación posponiéndola para dentro de dos, tres o cinco años, es tanto un disparate como un insulto. Planteado lo cual, diré que únicamente hay un proyecto contemplado para el plazo cercano, o sea el actual 2020. Su monto equivale tan solo al 0,7% del PIB (suponiendo, eso sí, que la totalidad del monto indicado efectivamente se aplique este año). Eso apenas si le hará cosquillas a la depresión económica por la que atravesamos. El resto se ejecutaría a partir de 2021 y en años sucesivos, de modo que, en el mejor de los casos, escasamente escalaría a un 2% del PIB anualmente. Frente a la magnitud el desafío que enfrentamos, eso resulta insignificante. Como echarle ayudas a un muerto.

Ahora que, si se suprime el tren -y la presión política en ese sentido no parece dejar margen para otra cosa- el plan se reduce a un modestísimo 4,4% del PIB, seguramente menos del 1,5% anual. Una cifra simplemente ridícula.

En resumen: no hay en perspectiva ningún programa serio de inversión pública que pueda darle a la economía el empujón que le urge recibir, el cual, lamentablemente, no podría venir de ningún otro lado. Cualquier alternativa, hasta en el mejor de los casos nos llegaría a cuentagotas, y muy demorada en el tiempo.

Ahora que, como era esperable, el plan cede al usual parloteo ideológico: “…debido a la situación fiscal, cada vez se reconoce más que se necesita la participación privada en proyectos de infraestructura” (p. 55). Es como un déjà vu, al modo de una cita textual de lo que se decía hace 35, 30 o 25 años. Las consecuencias están a la vista. Parece que se olvida fácil y que no se aprende de las lecciones que dejan la historia.

  1. Las propuestas ¿estructurales?

Este apartado de “Propuestas estructurales” se incorpora a partir de la página 48. Se colocan aquí temas importantes como el de la bajísima participación de las mujeres en los mercados laborales remunerados, la informalidad laboral, la plena incorporación y aprovechamiento de las tecnologías digitales en la educación y los precios de la electricidad. Hay propuestas positivas, y otras seguramente polémicas, todo lo cual merece una discusión por aparte. Si me parece que se reincide en el simplismo con el que la ortodoxia económica y el empresariado habitualmente asumen los temas de productividad, vistos como un asunto centrado en los costos absolutos, no en la productividad del trabajo, es decir, como una cuestión atinente a recortar los primeros (lo cual en algunos casos podría ser efectivamente necesario), y no en elevar la capacidad productiva por hora laborada, que es, a fin de cuentas, el fundamento esencial para un mayor nivel de vida, y una más sólida competitividad. En concordancia con lo anterior, claramente se opta por medidas puntuales y desarticuladas, no por algo que merezca ser reconocido como una “estrategia país”, integral, sistémica y compleja que es, a fin de cuentas, lo que realmente necesitamos.

De tal modo, el título le queda muy grande a este apartado, y bien podría interpretarse como otro más de esos ejercicios de negación a que son tan aficionadas las élites políticas y el poder económico en Costa Rica. Puesto que ya a estas alturas debería ser obvio que el proyecto o estrategia de desarrollo que el país ha venido siguiendo por largos 35 años, naufraga hoy en forma estrepitosa, lo cual convoca, con urgencia, a cambios de fondo. O sea: cambios de carácter realmente estructural. En su lugar, se opta, una vez más, por propuestas cosméticas, cambiecitos que nada cambian.

  1. El eslabón perdido

Por su parte, las propuestas que directamente atañen a gastos e ingresos del gobierno, nos obligan a zambullirnos en un estanque muy turbio, en el nadan especímenes muy diversos.

De entrada, se capta a leguas una falla política que subvierte gravemente la legitimidad política del Plan: en materia atinente a fraude fiscal, se peca por la excesiva “modestia”. Demasiado tímido como para tomárselo en serio. El tema se aborda a partir de la página 36, y, a decir, verdad, es abundante en propuestas sobre nuevas leyes, reformas administrativas, mejoramiento tecnológico, etc. Todo lo cual es positivo y necesario, aunque seguramente insuficiente, puesto que, de nuevo, se ignora la faceta desnacionalizada, transnacionalizada o global de la defraudación fiscal, lo cual demanda cooperación y concertación entre Estados y gobiernos a escala mundial, algo indispensable si se quiere resolver el problema desde su raíz más fundamental.

Es evidente que hay un serio problema en las cifras que se ofrecen (p. 41), atinentes a las mejoras recaudatorias que se obtendrían a partir del combate al fraude fiscal. La decepción es total. Para los años 2021 y 2022, no se prevé ninguna mejoría en la recaudación gracias al control de la “evasión”.[4] Recién se esperaría mejoras por un modestísimo monto del 0,25% del PIB en 2023 y en 2024. Podemos remitirnos a los diversos estudios disponibles: el que hizo el propio Ministerio de Hacienda que cubre los años 2010 a 2013[5], o el realizado por técnicos del FMI correspondiente al período 2012-2015[6]. Cierto que son metodologías distintas, lo que no permite comparar los datos. Pero los órdenes de magnitud son claros: el problema es grave, y está centrado en el impuesto sobre la renta de las personas jurídicas (empresas).

Es una torpeza política, o quizá una graciosa concesión a poderosos intereses económicos, no haber considerado esto apropiadamente. Lo cierto es que hay una obligación moral y una exigencia política ineludibles: el combate al fraude fiscal debe estar de primero en cualquier agenda sobre el tema fiscal, y debe realizarse con absoluta energía y decisión. Nunca será fácil, y está claro que, puesta a un lado la demagogia usual, jamás dará resultados mágicos en plazos cortos. Pero ello no justifica que no se asuman metas claras y razonablemente ambiciosas. Es obligatorio hacerlo. Claramente en este Plan se omite hacerlo.

En lo que respecta al abordaje del problema fiscal propiamente dicho -déficit y deuda- el Plan se divide en dos grandes apartados: las “medidas permanentes” y las “medidas temporales”. Y, en cada caso, todo un denso entramado de detalles.

Segunda parte: la deuda de la equidad

  1. Medidas permanentes

Estas medidas, al igual que las medidas de carácter transitorio, tienen un componente tanto del lado de los ingresos como de los gastos.

a. Ingresos

i Cargas parafiscales

Se propone suprimir las cargas parafiscales (p. 31), es decir, las contribuciones que los bancos públicos dan para apoyar el financiamiento de diversas instituciones públicas (CONAPE, régimen IVM de la Caja, INFOCOOP, Comisión Nacional de Emergencias, etc.). En su lugar todos estos recursos fluirían a la caja única del Ministerio de Hacienda, y, presuntamente, éste los giraría a las instituciones concernidas. Creo que tendríamos todas las razones para dudar que se cumpla con ese ofrecimiento.

ii. Renta global

Se introduciría la “renta global”, es decir, el criterio técnico según el cual todos los ingresos de una persona, de cualquier fuente que provengan, se sumarán, de forma que sobre ese total se pagará una tasa impositiva única, tan alta como corresponda, según el nivel de ingreso en que esa persona quede situada. Digámoslo claro: es un paso necesario para modernizar el sistema tributario y hacerlo más justo y equitativo. Sin embargo, se abre una rendija en el planteamiento, en relación con el impuesto a sociedades o empresas, cuando nos dicen que “debe establecerse con una tasa competitiva uniforme” (p. 34).

Vista la experiencia a nivel mundial, y la carrera hacia el fondo de los gobiernos y los estados, embarcados en una destructiva competencia por ofrecer condiciones de dumping tributario y degradación fiscal a favor de los capitales transnacionalizados, cabe razonablemente preguntarse si esto no lleva implícita la idea de futuras reducciones en las tasas de tributación sobre ganancias empresariales, de forma que, aún si quedan sujetas a la renta global, lo hagan con arreglo a una tasa impositiva reducida.

Pero también resulta intrigante la referencia a una “tasa uniforme”, además de “competitiva” ¿a imitación quizá de Irlanda, imaginando, con irresponsable optimismo, que, a imitación de ese país, podamos convertirnos en un gran paraíso fiscal que las corporaciones transnacionales, sobre todo las de tecnología de punta, utilicen para dejar de cumplir sus obligaciones tributarias con otros países y gobiernos? Cierto que a Irlanda, jugar de forajido de la Unión Europea le ha resultado mal, pero lo cierto es que su experiencia no es replicable en otros contextos. Y, desde luego, sería moralmente desastroso si algún día Costa Rica decidiese tomar ese camino.

iii. Exenciones tributarias

Al abordar el problema de las exenciones tributarias (el llamado “gasto tributario”, cuyo monto alcanza alrededor del 5,5% del PIB), la propuesta es tan amplia -o más bien tan restringida- como al parecer lo permitían los intereses y la ideología dominantes al interior del propio gobierno. Es posible que el efecto que esto tenga, sea sensible para algunos grupos de ingresos medios, al eliminar exenciones al salario escolar o a fondos de ahorro del sector educación. En el caso de las cooperativas, el efecto sobre la equidad es incierto, ya que, si bien es verdad que algunas grandes cooperativas son empresas poderosas y consolidadas, y deberían entonces tributar como tales, también es verdad que a su base hay centenares, incluso miles, de personas y familias que son pequeñas asociadas.

En todo caso, no es posible pasar por alto el criterio que se formula en relación con esta cuestión: no se deben sacrificar, nos dicen, “aquellas exoneraciones vitales para el crecimiento económico y que tengan un impacto social positivo en los grupos más desfavorecidos” (p. 35).

¿Cumplen las zonas francas con esos criterios como para que se justifique que las exoneraciones que disfrutan no sean tocadas? La verdad es que, puestas así las cosas, es un criterio que las cooperativas cumplen mucho mejor que las zonas francas. Si aquellas son afectadas, nada -como no sea el peso de la ideología y/o de algunos poderosos intereses- justificaría que éstas no deban poner lo que les corresponde.

Se eliminan asimismo algunas exoneraciones que benefician a algunas rentas de capital, de forma que la tasa se uniformice en un 15%, de acuerdo con lo que ya se había adelantado en el plan fiscal del gobierno Alvarado (ley 9635 “Fortalecimiento de las finanzas públicas”). Esto reitera dos viejos problemas sobre los que muchas veces advertí. Primero, una tasa uniforme del 15% sobre las rentas de capital tiene, al cabo, un efecto regresivo e inequitativo, ya que, en la práctica, penaliza más duramente al pequeño ahorrista o rentista, que al grande. Segundo, sigue siendo un misterio cuál es la lógica económica que justificaría que ingresos de tipo rentístico -es decir, de fuente pasiva- deban recibir el simpático beneficio de tributar por debajo de ingresos originados en el trabajo o en la actividad empresarial.

iv. Impuesto a bienes inmuebles

Finalmente tenemos el que seguramente es el aspecto más polémico, al menos en esta parte correspondiente a las medidas permanentes: la triplicación de la tasa del impuesto sobre bienes inmuebles, la cual saltaría del 0,25% al 0,75%. El incremento de 0,5 puntos porcentuales, fluiría hacia el Ministerio de Hacienda. Los restantes 0,25 puntos, que corresponden a la tasa actual, seguirían teniendo como destino las municipalidades.

Primero, es importante resaltar que es efectivamente necesario avanzar hacia la tributación sobre los patrimonios familiares y/o personales, pero no solamente aquellos materializados en bienes inmuebles, sino también distintos tipos de bienes muebles de lujo (como yates y helicópteros privados), inversiones financieras, propiedad accionaria, etc. Segundo, y esto es importantísimo, eso debería ejecutarse sobre una base ampliamente progresiva: tasas más altas sobre los grandes patrimonios, tasas más reducidas sobre patrimonios de nivel medio, y total exención de los pequeños patrimonios.

Claramente ese criterio está ausente en este Plan. Cierto que la exención que se aplica cuando se posee un único bien inmueble, protege parcialmente a las familias de ingresos bajos y, un poco menos, de ingresos medios. Pero más allá de eso, estamos en presencia de una tasa plana que se aplica por igual a inmuebles modestos, que a aquellos más suntuosos. Obviamente ni es progresivo, ni es equitativo, y para los patrimonios inmuebles más pequeños resultará excesivamente gravoso.

b. Gastos

El recorte principal en el gasto, según el plan lo anticipa, lo aportaría la aplicación de la regla fiscal, conforme ésta quedó aprobada en la ley número 9635. De acuerdo con los datos que aporta el cuadro en la página 41, es un ahorro que crecería año con año: desde un 0,76% del PIB en 2021, hasta el 0,96% a las alturas de 2024.

Lo paradójico del asunto, es que están dadas, y de sobra, las condiciones para que la regla sea desaplicada, ello según la regulación contenida en el artículo 16, capítulo III, título IV de la ley número 9635. Recalco: está regla merece ser considerada un adefesio ideológico antiestatista, torpe y obtuso, una tontería que rigidiza la política fiscal y busca, de forma nada sutil, recortar al mínimo el Estado y su institucionalidad. Y, sin embargo, al menos hubo un instante de lucidez en quienes legislaron, para entender que, en condiciones de recesión económica, insistir en la aplicación de la regla significaría entrar en territorio minado: un acto suicida de consecuencias potencialmente explosivas.

Ese último resto de elemental prudencia desparece en este Plan, pero es que, en todo caso, esa es la tónica de la propuesta en su conjunto: suma un racimo de propuestas de sesgo fuertemente recesivo, en momentos en que la economía está siendo empujada hacia el fondo de la recesión. Es un irracional “llover sobre mojado”, ya que suma fuerzas contractivas a las poderosas fuerzas contractivas actualmente en operación.

c. Empleo público

Se incluye también el cierre de diversos órganos de la administración pública, en general entidades pequeñas. También las propuestas llamadas de “empleo público”. Todo ello de limitado impacto presupuestario, según se desprende de los datos aportados. Lo más importante es que se reafirma un sesgo ideológico que ya se había evidenciado con toda claridad en la ley 9635: la tendencia hacia la concentración de las decisiones en órganos burocráticos devenidos verdaderos súper-ministerios, como, en particular, la tendencia homogenizante, que busca imponer estándares uniformes a realidades disímiles. Ello es particularmente claro en el caso de las propuestas sobre empleo público: se quiere pasar de un sistema fragmentado, aquejado de diversas incoherencias, a uno centralizado y homogéneo. Es decir, se salta de un extremo al otro, no siendo descabellado pensar que lo que se obtenga sea incluso peor que lo ya que se tiene, precisamente porque, en su desvarío ideológico, se opta por ignorar las complejidades inherentes a realidades distintas, tratando de forzar esas complejidades dentro de la estrecha horma de criterios definidos a priori y desconectados de la realidad.

  1. Medidas temporales

Son estas medidas las que aportarían la parte principal del ajuste fiscal durante los primeros dos años, tal cual se refleja en la siguiente tabla, la cual combina datos de los cuadros 4 y 8 (páginas 41 y 48) del Plan.

Aporte como porcentaje del PIB

Los componentes principales dentro de estas medidas de carácter transitorio, tienen que ver con los ajustes o recargos temporales al impuesto sobre utilidades de personas físicas o jurídicas que realizan actividades lucrativas, y al impuesto sobre salarios, y, como cuarto ítem, el impuesto a las transacciones financieras, el cual es, con mucha diferencia, el que daría un mayor aporte recaudatorio: alrededor de la mitad de todo el ajuste durante los primeros dos años, y más de una tercera parte los dos siguientes.

Esto saca a la luz diversas preguntas: sobre la equidad del Plan, en primera instancia, y respecto de las implicaciones que podría tener para la tarea urgente de salir de la recesión y crear muchos nuevos empleos.

7. El problema de la equidad tributaria

a. Impuestos sobre utilidades y sobre salarios

Asumamos que fuese correcto que el recargo impositivo deba aplicarse a todas las escalas de cada uno de estos impuestos, incluso las inferiores, pero manteniendo exentos los niveles de ingreso más bajo, que ya lo estaban de previo. Aun así, un elemental principio de equidad demanda que el recargo que se aplique sea proporcionalmente mayor para las escalas altas que para las bajas, lo cual demandaría que fijemos nuestra atención, no en cuanto puntos porcentuales se le suman a cada escala del impuesto, sino en qué porcentaje está siendo incrementada la tasa que se aplica a ese nivel de ingreso.

Trataré de clarificar mejor lo que acabo de decir, mediante los siguientes cuadros:

Recargo al impuesto de personas físicas con actividades lucrativas

Recargo al impuesto de personas jurídicas (empresas)

Recargo al impuesto de personas asalariadas

De los anteriores datos, lo que pareciera quedar en evidencia es que el perfil general de los recargos, es relativamente equitativo -pero no del todo- en el caso de los ingresos del trabajo, pero tiende a ser muy regresivo en el caso de las personas físicas o jurídicas que realizan actividades lucrativas. Claramente hay una penalización más fuerte sobre la pequeña empresa, incluso sobre la mediana empresa, que sobre la más grande.

Es válida la discusión de si los escalones inferiores del impuesto, no debieran tener que sobrellevar ningún recargo, de si, en cambio, debió empezar a aplicarse ese recargo a partir del segundo, o quizá del tercer escalón. Pero, aun así, incluso si se optase por aplicar el recargo desde el primer escalón, debió privilegiarse un mecanismo plenamente progresivo, de forma que el incremento en la tasa del impuesto, fuese proporcionalmente más alta, conforme más alto el ingreso gravado.

Así, y a modo de ejemplo, podría optarse por un incremento del impuesto sobre ganancias empresariales, de forma tal que, en el primer escalón, o sea la escala inferior del impuesto, la tasa se incremente un 5%, lo que significaría que pasaría de 5% a 5,25%, y en los escalones sucesivos se ajustaría según un porcentaje creciente: 10, 20, 30 y hasta 40% para el tramo superior. Esto significaría que para las empresas más grandes, la tasa impositiva pasaría del 30% al 42%. Algo similar se haría en los demás casos, incluyendo el impuesto al salario, de tal forma que, si se trata de aplicar un recargo temporal a los distintos tributos, al menos se garantice que ese recargo sea totalmente progresivo, y que se preserve el principio de equidad impositiva, al menos en su versión vertical, o sea, entre los distintos niveles de ingresos concernidos.

Ahora que, por otra parte, esto nos trae de vuelta un tema que anteriormente mencioné: el especial chineo que reciben las rentas de capital, correlativo al que se les da a las ganancias de capital. En ambos casos hablamos de ingresos que surgen de una fuente pasiva: no del trabajo, pero tampoco de la gestión empresarial. En ambos casos, se tributa a un 15%, y, como gran aporte, en este Plan tan solo se uniformizan al nivel del 15% algunas modalidades de rentas de capital que seguían tributando a tasas más bajas. Si al inicio de este documento hice referencia a esa ideología “propietarista” (Piketty dixit) que santifica la deuda, habría que decir que ello de nuevo se manifiesta aquí: el propietario rentista recibe un trato de excepción que no se le concede ni siquiera al gran empresario capitalista[7]. En algún momento, Costa Rica deberá avanzar hacia una tributación progresiva sobre este tipo de ingresos rentísticos.

Antes de terminar este apartado, no quiero dejar de mencionar un asunto que las cámaras empresariales y sus economistas afines, no se cansan de repetir: no debería hacerse tributar más a la actividad empresarial que genera empleos -nos dicen- y menos aún hacerlo en un contexto de crisis y agravado desempleo. La idea parte de una premisa según la cual la actividad empresarial se guía por un único criterio: la ganancia inmediata. Según esa lógica, mordisquear una parte de esa ganancia mediante un recargo al impuesto respectivo, traerá como consecuencia menos actividad empresarial y menos empleo. La idea no carece de sentido (la racionalidad empresarial es efectivamente limitada y cortoplacista), pero no debemos olvidar que el empresariado tiene sus liderazgos -visibilizados en sus cámaras empresariales- y sus ideólogos, por ejemplo, esos economistas que he mencionado. Es deber de estos liderazgos e ideólogos, advertir al sector que representan, que un pequeño sacrificio hoy, es preferible a una catástrofe social y política mañana. No está de más recordarle al empresariado costarricense que su más valioso activo no está en su empresa, sino en la sociedad misma, y tiene un nombre: paz social. Sus negocios no florecerán si no hay paz social.

b. Impuesto sobre transacciones financieras

Es posible que este impuesto no afecte a los grupos sociales más pobres, precisamente porque en ese estamento tan desfavorecido de nuestra sociedad, la “bancarización”, es decir, el uso de los servicios financieros en línea de los bancos, es muy limitado. Por otra parte, la idea, que los bancos y sus economistas esgrimen, según la cual esto conduciría a una mayor “desbancarización”, es por lo menos discutible. La gente deberá sopesar la conveniencia de manejar sus transacciones a puro efectivo, o de seguir utilizando los servicios financieros en línea, y es posible que en la mayoría de los casos se aceptaría el impuesto como un “mal menor”, frente a los costos y riesgos que conlleva el uso de dinero efectivo.

Por otra parte, es inexacto colgarle a este impuesto, así propuesto, la etiqueta de “impuesto Tobin”. James Tobin[8] seguramente se sentiría molesto que su nombre apareciese implicado en esto, puesto que su propuesta original simplemente se enfocaba en aplicar un impuesto, por una tasa muy reducida, sobre las transacciones de divisas, a fin de desestimular los grandes movimientos especulativos en los mercados financieros mundiales.

De ser válida la idea que plantee más arriba, en el sentido de que este impuesto afectaría relativamente poco a los grupos más pobres, en vista del muy bajo nivel de bancarización que les caracteriza, ello significaría que es un impuesto menos regresivo de lo que de otra forma podría ser. No obstante lo cual, es razonable concluir que sí tendrá un efecto regresivo, por lo tanto inequitativo, por razones similares a las que mencioné en el caso del impuesto sobre bienes inmuebles: es una tasa uniforme que da lugar a un monto tributado que, para todo efecto práctico, se siente más duramente cuando el ingreso es bajo que cuando es elevado. Aún si la persona de bajos ingresos pagaría montos relativamente pequeños, puesto que sus transacciones financieras son pequeñas, el monto del que se les despoja seguramente tendría en sus condiciones de vida, una consecuencia más sensible que las que tendría para quien posee un ingreso más elevado. Para los muy ricos, situados en el pináculo de la pirámide de ingresos, e invisibles como siguen siendo, el efecto será totalmente imperceptible.

Es llamativo el nexo que se establece entre este impuesto y la reducción de las cuotas de seguridad social, que se aplicarían durante cuatro años como presunta estrategia para la generación de empleos. Durante los primeros dos años, la tercera parte de la recaudación de este impuesto se destinaría a ese fin, y la mitad en los dos siguientes. Como política que intente promover la formalización y la creación de empleos, y en vista de las condiciones económicas generales en las cuales se inserta, lo que se puede anticipar son resultados, si no nulos, sí muy pobres. El problema es que estamos en medio de una profunda recesión económica y, en su conjunto, el plan es una apuesta a la profundización de esa recesión. Si estas condiciones no cambian de forma significativa, el desempleo persistirá en un alto nivel, y la medida propuesta no pasará de ser una aspirinita para la neumonía, aunque sí es un regalito que el empresariado agradecerá, y que, paradójicamente, se origina en una fuente de ingresos que, como ya dije, incidirá de forma más sensible sobre personas y familias de ingresos relativamente modestos.

A fin de hacer socialmente aceptable este impuesto, una posibilidad que podría discutirse es la de que se destine al financiamiento del Bono Proteger. Eventualmente podría destinarse a un programa permanente de renta básica universal, o cuanto menos, de renta básica incondicionada que beneficie, quizá, a los sectores sociales correspondientes a los 4 o tal vez 5 quintiles inferiores de ingreso (o sea: al 40 0 50% de familias de menores ingresos).

Cuando, por otra parte, es llamativo que en este Plan, el bono Proteger esté totalmente fuera de consideración, no obstante que, por sus beneficiosos efectos sociales y económicos, deberían ser considerado un programa estrella. Es una ausencia más que notoria, que reafirma el sesgo contable-economicista del enfoque, y sus tremendas falencias en relación con las problemáticas sociales, humanas y políticas de la crisis.

Tercera parte: un espejo en el cual mirarnos

  1. Las privatizaciones

De entrada, dejemos de lado el eufemismo de la “venta de activos”. Estamos ante propuestas de privatización: ese es el nombre correcto, y así lo designaré.

Reconozcamos entonces que el gobierno de Carlos Alvarado no ha cedido a los cantos de sirena de los sectores que, por tozudez ideológica o en función de determinados intereses privados, querrían que se precipite un proceso generalizado de privatizaciones. Les concedió un confitito, en relación con dos empresas -FANAL y BICSA-, posiblemente considerando que son las dos donde la privatización generaría menos fricción política.

Pero incluso en esos dos casos, la polémica está servida. Y, la verdad, no deja de ser una majadería meter temas ideológicamente tan irritantes, dentro de un Plan que, de todas formas, abunda en detalles espinosos.

¿Por qué deberían privatizarse estas u otras empresas públicas? Pues porque hay un prejuicio ideológico muy arraigado según el cual lo público es necesariamente ineficiente, siendo lo privado exactamente lo inverso: el reino de la eficiencia. Lo cierto es que, en grado variables, ambas cosas pueden ser ciertas y falsas a un mismo tiempo. La eficiencia o ineficiencia no son cualidades exclusivas de lo público o lo privado, y ello en parte no despreciable depende de los objetivos que se persiguen y del para qué que deba responderse en cada caso.

¿Son eficientes las corporaciones de radio y televisión que reciben un suculento subsidio por el uso, casi gratuito, del espectro radioeléctrico? ¿Lo es cierta conocida cervecería que aprovecha rentablemente, prácticamente de gratis, los mantos acuíferos de Costa Rica? ¿Quién, si no la sociedad como un todo, asume los terribles efectos ambientales y para la salud humana y animal, que hacen rentables el negocio de la piña? ¿Alguna empresa privada alguna vez ha medido el beneficio que le reporta disponer de una fuerza de trabajo educada y saludable? ¿y el invaluable rédito que les regala la paz social y la vigencia de un Estado de derecho sólido y confiable?

Sabemos que la economía ortodoxa razona desde una abstracción completamente desprendida de la realidad, la cual asigna al mercado, atributos y cualidades que ni siquiera en su altamente restrictiva teoría se cumplen. Sería un tristísimo error tomar esa teoría como punto de partida para dar esta discusión.

Pero la discusión sí es necesaria, incluso urgente. Efectivamente sí que necesitamos entrar a considerar, con seriedad y sin aspavientos, el balance entre lo público y lo privado que deseamos y necesitamos.

Una propuesta de acuerdo con el FMI no es el lugar para hacerlo. Es una completa necedad e irresponsabilidad, pretender festinar asuntos políticamente tan densos, aprovechándose de la crisis.

  1. El espejo de Grecia

Espero, en un próximo escrito, profundizar en la formulación de propuestas, intentado así, dar un granito de arena que enriquezca nuestro arsenal frente a la crisis. De momento, y a modo de epílogo y recapitulación, quiero dejar planteado lo que, según mi modesto criterio, es la falla fundamental de este Plan, y, por ello mismo, lo que en mayor grado me causa preocupación y angustia.

Primero ¿cuál es nuestro punto de partida? La cuestión no se agota en una situación fiscal delicada. Pero este Plan está formulado como si ése fuera, si no el único tema, sí, y con diferencia, el tema principal. Y, sin embargo, la propia realidad nos dice otra cosa. Obsérvese, si no, lo siguiente: al concluir 2019 teníamos una situación fiscal problemática, pero aún manejable. Con la pandemia del Covid-19 vino el derrumbe de la economía, y, con éste, el agravamiento repentino de la situación fiscal ¿qué hizo la diferencia entre la situación antes de marzo 2020 y la situación a partir de marzo? La respuesta es obvia: el desplome de la economía y el agravamiento del desempleo.

La cuestión de fondo es justo esa: la depresión económica subvierte las bases más fundamentales sin las cuales las finanzas públicas se vuelven inviables ¿no deberíamos enfatizar entonces la reconstrucción de esas bases? Pues sí: deberíamos. Pero no es lo que hace este Plan. Todo lo contrario, más bien.

Un ajuste fiscal en el orden de, aproximadamente, 6% anual a lo largo de un cuatrienio, pone sobre la economía un fardo demasiado pesado. Lo esperable es una depresión de largo plazo, con niveles de desempleo pertinazmente elevados. Todo lo cual hace aún más incierto salir de los apuros fiscales que estamos experimentando. Un esfuerzo extenuante para disminuir el déficit fiscal y poner bajo control la deuda pública, el cual, sin embargo, podría escapársenos de las manos como se escapa el agua vertida en un canasto.

No es idéntico al caso de Grecia, pero tiene similitudes. Su situación, en términos de la magnitud del déficit fiscal y la deuda pública, era incluso peor que la nuestra, con un agravante: no poseía moneda propia, sino que estaba sujeta al euro, y, por lo tanto, al Banco Central Europeo. Costa Rica todavía posee cierto margen de autonomía monetaria, que las autoridades de gobierno (y alguna otra gente) no parece apreciar adecuadamente, cuando más bien se tiende a ir, de a pocos, malbaratándola. Pero tengamos presente un detalle que, a efectos nuestros, cobra importancia: al momento en que explota la crisis de la deuda griega (fines de 2009), ya se vivía una situación de recesión que se arrastraba a causa de los impactos negativos de la crisis económica mundial de 2007-2009. Destapado el problema de la deuda, la solución viró hacia la austeridad fiscal: se engavetaron los paquetes de estímulo económico de inspiración keynesiana, que inicialmente se había aplicado, a favor de una operación ortodoxa de restricción y recorte. El desplome subsiguiente hizo que la economía se contrajese en más de un 25%. Todavía hoy, la producción nacional de Grecia está más de un 20% por debajo de su nivel de 2008. Más allá de los números, esto comporta una situación de terrible calamidad social y humana.

En Costa Rica, hoy, tenemos una situación fiscal delicada, en los marcos de una severa recesión económica y gravísimos problemas de empleo. El Plan que el gobierno de Alvarado nos presenta, lanza a un tercer o cuarto plano los problemas de la recesión y el empleo, los cuales quedan completamente desdibujados ante la prioridad, prácticamente exclusiva, que se deposita en la cuestión fiscal. Ello equivale a actuar sobre los síntomas, ignorando la patología de fondo.

Hay disciplinas y esfuerzos que no podremos eludir. Hay un sufrimiento que debemos enfrentar. Pero nuestro interés no debe estar centrado ahí. Debe hacerse el sacrificio que es indispensable hacer, pero no más. Si usted se pone una prótesis en la rodilla, ello necesariamente conlleva algún sufrimiento y muchos cuidados por algún tiempo. Pero luego usted querrá echar a caminar a paso normal y sin ningún dolor. Trasladado a la situación actual del país, ello significa que debemos ir más allá de las contabilidades de gastos e ingresos en el sector público. Hay una dosis de sacrificio y disciplina que debemos asumir, y la cual deberá repartirse de forma plenamente equitativa. Pero de lo que se trata -lo realmente importante- es de construir una economía saludable y vigorosa, que no solamente haga sostenibles las finanzas públicas, sino, y sobre todo, que dé calidad de vida y bienestar a nuestra gente.

  1. Conclusión

Deseo estar equivocado, pero mi conclusión se resume entonces en lo siguiente: la ruta que este Plan deja trazada, nos lanza de cabeza a una situación de depresión económica que podría prolongarse todavía por muchos años más, con todas las secuelas que ello comporta, en términos de retroceso social y político, y deterioro de las condiciones de vida de nuestra población.

Necesitamos repensar esa ruta. Sobre eso espero seguir escribiendo.

[1] Piketty, Thomas. Capital e ideología. Barcelona: Editorial Planeta, 2019.

[2] Por ejemplo: Fullbrook, Edward, Krugman versus Keen, Real-World Economics Review Blog, 2012.

[3] El debate entre el mismo Krugman y la profesora Stephanie Kelton, no obstante los términos más bien confusos por ambas partes, reafirma esa estela de duda acerca de la fragilidad de las tesis ortodoxas de Krugman en materia monetaria.

[4] Es muy llamativo que en las propuestas que el Plan formula, se use únicamente el término “evasión”, cuyo significado está técnicamente restringido solo a las actuaciones que explícitamente violentan la ley ¿Por qué se omite toda referencia a la elusión? ¿Cómo interpretar ese “olvido”? Sabemos, por otra parte, que la “elusión” supone estrategias tributarias altamente agresivas y sofisticadas, a fin de evitar el pago de impuestos, sin que, técnicamente, la ley sea violentada. Pero esto nos introduce en un cenagoso territorio de eufemismos, disimulos y verdades a medias. Es del tipo de ruedas de carretón que ya nadie querría tragarse.

[5] Ministerio de Hacienda, Incumplimiento Tributario en Impuestos sobre la Renta y Ventas 2010-2013, diciembre 2015.

[6] Ueda, Junji y Pecho, Miguel, Programa de análisis de brechas tributarias en la administración de ingresos públicos: Análisis de brechas tributarias en el impuesto general sobre las ventas y el impuesto a la renta de las sociedades, Fondo Monetario Internacional, enero 2018.

[7][7] Desde luego, el gran empresario capitalista a menudo también es un gran rentista. Sin duda, ambas facetas aparecen a menudo reunidas en un mismo sujeto.

[8] James Tobin (1918-2002), economista estadounidense, que en 1981 recibió el (mal llamado) premio Nobel de economía.